El enigma es lo natural. Y Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978), nacido en Argentina y que vivió en Italia la mayor parte de su vida –vital y narrativamente hablando-, parece conocer no sólo el motivo sino, sobre todo, el recorrido que lo sustenta. El lector recordará su anterior obra, La sinagoga de los iconoclastas, reeditada por Anagrama recientemente. Si descubrió la magia de unos relatos cortos de una eficacia estremecedora, en El estereoscopio de los solitarios, novela que el propio autor definió como una galería de personajes “que nunca llegan a conocerse”, comprobará cómo se construye un universo literario coherente, preñado de claridad y de plenitud: sangrante inteligencia narrativa. Wilcock ha sabido superar el listón que tan alto había dejado con La sinagoga de los iconoclastas. Con la lectura de esta entrega, que con excelente criterio Edhasa publica ahora, el lector conocerá la mueca más terrible de este extraño escritor, colaborador de la revista Sur: cada uno de los relatos es el infinito literario, literatura del desconcierto, de la saga de Borges, con quien tiene su escritura una deuda evidente. Cualquier resolución del relato es posible. La escritura de Wilcock regenera así “un tejido suficientemente fuerte como para unir sólidamente los dos lados de la herida”: la suya y la del lector.
En un estereoscopio se ven dos imágenes que, al fundirse en una, producen una sensación de relieve porque están tomadas con un ángulo diferente para cada ojo. Los relatos de este libro buscan también los relieves que hacen de la existencia una ficción: somos lo que leemos y leemos lo que somos. Tomemos, por ejemplo, el relato que lleva por título La salina, “donde la luz de la luna ha destruido los colores y el silencio ha petrificado las formas”. Allí, como un ave fénix, surge de la roca una mujer vestida de blanco. El protagonista busca con la mirada el espejismo “y el espejismo aparece”. Desaparece si cierra los ojos. Y entonces “no se puede hacer salir nada del pasado, no se puede hacer salir nada de la nada”. Los perros, otro de los textos implacables, es un ejemplo perfecto de naturalidad y concisión narrativa ante lo fantástico.
Los relatos proponen unos inicios sugestivos y concluyen de manera siempre desconcertante. Léanse en este sentido las espléndidas veintinueve líneas que llevan por título La esfera. Este relato, como tantos otros, está construido con un profundo sentido del ritmo, que es una de las cualidades fundamentales de Wilcock, pero que no habíamos podido sino vislumbrar en su anterior obra. Una escritura aparentemente sencilla, pero de una elegancia y sobriedad que nos recuerdan, una vez más, al mejor Borges. Brevedad para una escritura que huye de los excesos.
El lector tiene en sus manos un estereoscopio, es decir, una literatura que es una imagen siempre distinta de sí misma, imposible de atrapar en los vuelos de la trama, que si la hay es la forma de un enigma. Un libro sobresaliente en la configuración de un espacio narrativo propio, una novela de solitarios relatos en la que el narrador camina seguro y en la que el lector percibe que pisa tierra firme.