Tras la celebrada última novela, El sueño de la historia (Tusquets, 2000), Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931), Premio Cervantes 1999, rescata ahora del olvido su primera novela, El peso de la noche, publicada en 1965. Treinta y cinco años separan aquella de esta; con treinta y cuatro la publicó originariamente. Edwards no puede evitar ser un espléndido prosista, de ahí que sea reconocido como un excelente lector de poesía: el ritmo, la cadencia, la respiración entre palabra y palabra son piezas decisivas en el tablero narrativo que Edwards pone siempre en juego. De uno de los protagonistas de esta novela, Francisco, se afirma que “no comprendía bien el sentido de las palabras, pero su ritmo lo arrastraba, lo llenaba de una exaltación incontenible”.
En El sueño de la historia la memoria del Narrador era capaz de levantar y sostener la novela bajo la forma de una involuntaria crónica de la historia reciente de Chile (en este mismo sentido ha dicho el que fue secretario de Pablo Neruda: “Busco lugares de la infancia y del pasado y a menudo me doy cuenta de que ya no existen.”). En el peso de la noche, claustrofóbico título como lo es parte del ambiente que narra, asistimos, nocturna y sigilosamente, al descubrimiento de la vida sexual y literaria de un joven llamado Francisco, y a las idas y venidas de su tío Joaquín, auspiciadas siempre bajo el amparo del alcohol, la oscuridad y el juego. Pero la novela es algo más que la simple recreación ficticia de una familia acaudalada que gobierna la señora Cristina. La metáfora de la noche, de lo que está oscuro y que, por lo tanto, necesita ser iluminado, es enormemente sugerente y nos pone sobre la pista tras la que podemos rescatar, no obstante, no la noche, sino “la invasión rítmica de luz verde.” O lo que es lo mismo: la memoria. Rescatar de la memoria
Edwards se detiene una y otra vez en presentarnos dos historias paralelas, pero es la voz del narrador la que seduce al lector. Su fuerza es ineludible. La mayor de las veces basta comprobar cómo el escritor chileno cincela, como si fuera un escultor, las escenas a golpe de palabra. Las oraciones caen por el peso de la noche, sí, pero, sobre todo, por el peso de la literatura de Edwards. Su escritura sorprende en esta primeriza obra porque está ya gobernada por el ajuste en el tono, que en ningún momento percibimos impostado, y por una notable exigencia estilística (“Olas poderosas que reventaban en silencio. Roqueríos desiertos… Era una orgía de sol en los vidrios curvos de la cabina. A veces las hélices recibían un sablazo de luz”).
Se agradece esta lectura que viene a respaldar, de una manera muy particular, (el valor, no importa repetirlo, estriba en la solidez del proyecto narrativo) la trayectoria de uno de los más destacados novelistas hispanoamericanos del momento.