En “Multiplicidad” última de sus Seis propuestas para el próximo milenio Italio Calvino reclamaba una novela contemporánea en tanto que “enciclopedia, como método de conocimiento, y sobre todo como red de conexiones entre los hechos, entre las personas, entre las cosas del mundo”. Su lección magistral ya fue ejemplificada por autores como Carlo Emilio Gadda (ese Joyce italiano), Musil y, en nuestra lengua, Jorge Luis Borges, que hizo de sus narraciones un portento de exactitud y de redes posibles que levantaron, con una rigurosa y admirable geometría, un edificio literario portentoso. Pero hoy nos toca hablar de Pablo De Santis. Un reconocido autor de novelas juveniles y, sobre todo, el que firmó tres novelas notables y sorprendentes en el panorama literario español: Filosofía y Letras, La traducción y El teatro de la memoria (Destino). Ahora como entonces, De Santis revelaba ya un insultante talento capaz de gestionar a la perfección, en unos espacios claustrofóbicos, una escritura sobria y unos argumentos tensionados hasta el infinito, pero sin excesos.
Traer a colación a Borges o a Calvino no es baladí cuando hablamos de De Santis. En numerosas ocasiones De Santis ha reconocido su deuda con el autor de “El aleph” y son notorias las afinidades con un autor como Calvino para quien la exactitud (“el lenguaje como expresión de los matices de la imaginación”) era un condición sin qua non en la literatura. Nosotros diríamos que la prosa de este joven autor argentino nace del equilibrio y el ritmo natural de la escritura de Borges y de la pasión por los enigmas y las historias secretas que pueblan la historia que se cuenta. Novela múltiple, caligráfica enciclopedia (es lento el trazo que nos lleva de la mera intriga a la trama y de trama a la novela y de esta, en ocasiones, a una evidente sensualidad de las palabras: “No me siento verdaderamente desnuda hasta que no estoy escrita”), El calígrafo de Voltaire es una obra que permite seguir la senda que De Santis abrió con sus anteriores ficciones y confirma que estamos ante un escritor de un prosa límpida, lúdica y lúcidamente consciente del artefacto que lleva entre manos. La trama narrativa poco importa, aunque, una vez más, De Santis ofrezca un argumento lineal y sin trabas para el lector (hay quien resolvería la cuestión llamando, otra vez, a estas narraciones novela de intriga). El libro es un laberinto en el que el autor, el narrador y el lector (del que nunca se olvida De Santis) son los cómplices, enhebrados bajo un mismo trazo, cómplices, digo, de la secreta historia que se nos está contando. Los detalles importan: “Soy un calígrafo, me preocupo por la nitidez del trazo, no por la verdad de las palabras, que es oficio de otros.” Por lo demás, De Santis dibuja lentamente los significados que la palabra caligrafía parecen suscitarle, llenando la mente del lector de otras tantas alrededor siempre de un mismo gesto. Cualquier palabra y muchos de los párrafos de este libro parecen ser un diccionario de resonancias en torno a la caligrafía: “Siempre hay un momento en que la caligrafía renuncia al significado de las palabras para ocuparse sólo de su disfraz, y reclama para sí el derecho a no saber nada, a no entender nada, a dibujar serenamente una incomprensible lengua extranjera.” En el fondo de El calígrafo de Voltaire la trama de una historia esconde algo inesperado, lo cual es cierto tanto para el que lee como para el que escribe. De Santis logra convertir la novela en una biblioteca plagada de enigmas que se van descubriendo paulatinamente.
En suma, una novela que ha complacido a este lector más allá de lo que podía esperar.