A Pedro Lemebel (Santiago de Chile, mediados de los cincuenta) afamado artista visual que se recrea en ser fotógrafo o en desarrollar un trabajo de performance, conocido en España por ese Loco afán (Anagrama, 2001) en mostrar al verdadero Chile que su ojo de águila siempre ve de una manera sorprendente, a este cronista, digo, las palabras le seducen. Las penetra, las manosea, las acaricia –impúdicamente- y convierte su escritura, desde su mirada travesti que todo lo enmascara, en un ejercicio de lectura saludable.
Saludemos este Tengo miedo torero que se pasea disfrazado de crónica, siendo novela, y lo que es novela convertido en una escritura que refleja un mundo maquillado: el mundo del dictador chileno y el mundo del Frente Patriótico Rodríguez. La novela relata el fallido intento que el Frente lleva cabo para atentar contra el dictador en el año 86. Carlos pertenece al Frente y está empeñado en acabar con ese ridículo y miedoso Pinochet, amaparado en la voz de su mujer, Lucía, que sólo anda preocupada por saber cómo conseguirá un sombrero amarillo de ala ancha. La ridiculez de ambos personajes tiene su contrapunto perfecto en la pareja idealista de Carlos y la “Loca del Frente”. Incluso estructuralmente, el discurso deambula por la historia que el lector va descubriendo alternativamente. A una secuencia de la historia del dictador y su mujer le sigue una secuencia de la historia de Carlos y su pareja. La alternancia entre unos y otros episodios es un hallazgo.
En este escenario (otra vez la ciudad de Santiago: sociedad paralizada por el miedo a la diferencia) Carlos y la “Loca del Frente”, sempiterno personaje gay de Lemebel, muestran cuál es el verdadero Chile. Sus ojos son los ojos de los pobres, de las prostitutas, de la gente sencilla, de los manifestantes. Y el lector, más que nunca voyeur, descubre escenas del gran teatro en que se ha convertido Chile. Lemebel no necesita grandilocuentes textos para descubrir su impúdica crónica de ese Chile. Su cámara narrativa enfoca, aquí y allá, por partes, de manera ágil, rápida y eficaz, el dibujo de este irreverente fresco narrativo. Asediado por diversas escrituras, maquilladas por tonos muy distintos (el dictador y sus secuaces es siempre la voz de un dictador y la voz de Carlos y su entorno es siempre la voz de la ternura más osada), el lector de esta novela sucumbe, con gusto, a todos los cambios que sean necesarios en el punto de vista o en las inflexiones de las voces.
En la literatura de Lemebel el guiño al lector es constante, y Tengo miedo torero es una prueba más de que cuando escribe travesti quiere decir disfraz –siempre con maquillaje-; cuando dice disfraz el carnaval ya está aquí. Y todo ello envuelto en una escritura lúdica que nos indica que lo que anda en juego es muy serio.