Uno. El título de esta crítica no es mío, es de Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953- Barcelona, 2003) y pertenece a su libro Nocturno de Chile que se inicia así: “Ahora me muero, pero tengo muchas cosas que decir todavía.” Premonitorio. Bolaño nos dejó hace pocos días, pero ahora hemos de hablar de su último libro. Nos queda todavía la lectura de esa enormidad narrativa (más de mil páginas) que Bolaño anunció bajo el título 2666 y que será, ahora sí, su libro póstumo. Pero a la vista está: también Nocturno de Chile con esa declaración y, en definitiva, toda la producción de Bolaño ha sido construida teniendo siempre tras de sí la sombra de la muerte.
Dos. Escribir una crítica sobre libros de Bolaño es peligroso porque uno quisiera decir más cosas sobre el libro en cuestión y siempre acaba hablando sobre un escritor podrido de literatura que ha dedicado todos sus esfuerzos, incluso corporales, ha levantar una obra digna, que ilustre incluso el fracaso ante la muerte.
Tres. El gaucho insufrible reúne cinco cuentos y dos conferencias. Es un libro que no se separa de la trayectoria que Bolaño llevaba con tanta exigencia: tintes autobiográficos, personajes que son escritores y escritores que son personajes, cuentos cuyas tramas no se resuelven y, sobre todas las cosas, un profundo sentido de la narración y del ritmo. Pero ni “Jim”, ni “El gaucho insufrible”, ni el resto de los cuentos –salvo “Dos cuentos católicos”- superan a los relatos de su espléndido Llamadas telefónicas, libro al que se debe confrontar. Me refiero a esta obra porque todos los hallazgos presentes en El gaucho insufrible ya estaban prefigurados en ese otro libro. Quien disfrutó con esos relatos disfrutará con éstos, pero no leerá nada nuevo. Lo cual prueba que Bolaño es uno de los grandes: variaciones en torno a las mismas obsesiones. Los textos que cierran este libro son dos conferencias excepcionales que soportarán el paso del tiempo: “Literatura + enfermedad = enfermedad” y “Los mitos de Chtulhu”. La primera es un texto autobiográfico, sobrecogedor, en verdad lacerante, escrito con el susurro de la muerte en el oído. La segunda, el desarrollo sobre lo que Bolaño piensa (se hace difícil utilizar el pasado) sobre “el estado actual de la literatura en lengua española”. A nadie dejará indiferente estas cuarenta y dos últimas páginas. Bolaño se sabía muerto, pero está izando humildemente las propias “ruinas de la inteligencia”: “Creemos que nuestro cerebro es un mausoleo de mármol, cuando en realidad es una casa hecha con cartones, una chabola perdida entre un descampado y un crepúsculo interminable.”