Digámoslo de una vez, no nos queda otra: ya estamos anhelando su monumento narrativo inconcluso de nombre 2666 y que aparecerá gradualmente. Pero mientras esperamos ansiosos el testamento literario de Bolaño, nos llega La pista de hielo, novela que publicó en 1993 en edición limitada cuando ganó el Premio de Narrativa Ciudad Alcalá de Henares. Novela nueva para un viejo Bolaño. Nueva novela que nos muestra al Bolaño de siempre, o mejor, a la prehistoria de un cierto Bolaño que nos sedujo, más tarde, en La literatura nazi en América, en Estrella distante o en la obra a la que 2666 tendrá que enfrentarse: Los detectives salvajes.
La pista de hielo es una triple narración situada en Z, población de la costa mediterránea catalana. A lo largo de toda la novela asistimos impertérritos a tres versiones de un solo crimen: la de un chileno que pretende ser escritor, Remo Morán, pero que malvive de un tienda de bisutería; la de un poeta mexicano, Gaspar Heredia, que consigue vivir a duras penas como vigilante de un camping (oficio que el propio Bolaño desempeñó durante algún tiempo); y la de un político y funcionario municipal, Enric Rosquelles, cuyo máximo interés es alcanzar a una hermosa y joven patinadora. No hay más. La historia es sencilla. Pero bajo esta trama el autor de Los detectives salvajes construye un texto con evidentes tintes policíacos que nos permiten reconocer el estilo propio de un narrador extremadamente dúctil, prolífico y dotado: pocos rasgos parecen suficientes para dar una idea cabal de los personajes y sus peripecias, una escritura sin alardes es efectiva porque coge al lector del cuello y no lo suelta, una estructura muy sólida alterna las tres voces para disponer los entresijos de una suculenta historia que apenas sí nos interesa. Aquí lo que importa es el lateral de todas esas vidas que se entrecruzan en el Palacio Benvingut, allí donde se construye una pista de hielo. La marginalidad de la historia que se cuenta es también las historia de unos seres marginales derrotados por el peso de la vida que se saben perdedores de la batalla, pero que no cesan en el empeño de seguir participando en ella.