He imaginado que la literatura tiene una función redentora y que configura nuestro rostro cambiante y mortecino: he leído a Carlos Fuentes. Trato de comprender qué significa su pretensión abarcadora, sus memorables novelas, su “ficción total”. Terra nostra, La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel o Cristóbal Nonato fueron las etapas ineludibles en este viaje literario que Fuentes llamó “La Edad del Tiempo.” El de Fuentes es un tiempo que penetra la realidad, la destruye y nos la devuelve transfigurada, fantasmal, hechizante, ritual y excesiva. Su esfuerzo creador parece perpetrar compite con Dios, proponiendo que eso que llamamos realidad puede ser una máscara o un espejo. Y entonces, por arte de magia, un abismo se dibuja bajo nuestros pies, destruyendo toda certeza. Si existe un lugar donde no hay distinción entre la vida y la muerte (“Para mí la vida se ha convertido en un largo desfile de cadáveres…”) ese lugar se llama México y Fuentes es su profeta.
¿Quién escribiría una sola palabra más a esas vastas ficciones? ¿Qué escritor no detendría su imaginación porque ya todo está dicho? Fuentes siempre desconcierta, porque siendo el mismo, nunca es igual. Ahora no presenta el mundo tupido de una novela, sino el campo abierto de seis cuentos, anclados en lo que pareciendo que no existe llama a la puerta de nuestra conciencia lectora y convierte nuestra percepción del presente en una situación ambigua. Lo mismo les sucede a los personajes que recorren como fantasmas estos relatos, asombrándose ante sí mismos: se saben convertidos en algo distinto gracias al poder furioso de la muerte: “Pero yo sé que estoy en esta casa embrujada. Estoy para contar… para salvarme, como Scherezada, de una muerte cada noche gracias a la voz de una mujer que murió hace treinta años.” La potencia del sueño que configura la otra realidad de las cosas persiste una y otra vez. En La bella durmiente -que junto con El amante del teatro son los mejores relatos- el narrador afirma de Alberta, una muerta que está viva (¿o es al revés?) que “ella había caído en un sueño profundo, pero respiraba como la gente que duerme, como si nuestra existencia onírica, lejos de ausentarnos de la vida consciente, sólo la duplicara.”
Hay cuentos que parecen poemas. Hay párrafos que condensan el mundo de una novela, pero sólo están ahí para que el lector los complete. Magistral. Parece que el barroquismo, el exceso de algunas de sus novelas tiene el contrapunto eficiente en estos cuentos que parecen cumplir lo que antaño Fuentes dejó escrito: “Inventamos lo que descubrimos; descubrimos lo que imaginamos. Nuestra recompensa es el asombro.”