Una nueva novela de Fernando Vallejo supone estar preparado para el insulto voraz y la prosa obstinada. El autor de la pentagonía El río del tiempo o de La Virgen de los sicarios (Alfaguara, 1999 y 1994) y de una gramática del lenguaje literario tremendamente singular, Logoi (FCE, 1983), es un narrador implacable que levanta la vista y susurra levemente en un estilo viperino las más procaces palabras que usted pueda imaginar con una rotunda dignidad. A su ya conocido sentido del ritmo y a su admirable fraseo coloquial, a su narración digresiva que arremete contra todo muerto viviente hay que añadir ahora la carcajada fría, esa que te hiela la sonrisa y hace exclamar a tu pensamiento: “No es posible que esté leyendo esto.” La piedra de toque de este furibundo divertimento no es sólo la historia de un alcalde que gana las elecciones gracias al voto de los muertos (“En Colombia un muerto trae otro muerto y el otro muerto trae otro más, es lo justo… Los muertos tenemos almas dispersas que se disgregan en la carcoma de las vigas, en el aserrín de las tablas, en el polvo del aire.”) o de las putas, y la memoria de todo lo que lleva a cabo cuando empieza a gobernar un lugar llamado Támesis, no, la piedra de toque es la cantidad descomunal de comicidad que Vallejo ha incorporado a la tragedia de siempre.
Estamos sin duda ante uno de los extraños homo ludens que consigue señalar la terrible verdad de las cosas con una simplicidad narrativa extraordinaria, efectiva gracias a la unión cotidiana de dos términos o dos sintagmas que uno sí piensa pero jamás se atreve a escribir, por corriente, por sencillo, por acostumbrado. Vallejo es aquella escritura que no cesa de lanzar diatribas contra la corrupción gracias a una palabra vertiginosa que se enrosca y zigzaguea en busca del rostro auténtico del ser humano. Duro como piedra.