Donde hay un camino, hay una voluntad. Pero lo inverso es igualmente cierto: allí donde la voluntad reina, surge el camino. El Cónsul de Bajo el volcán de Malcolm Lowry lo sabía bien. En realidad no existen caminos que se pierden ni que se encuentran azarosamente: el Cónsul conoce que son los caminos los que desaparecen en una amalgama de miles de ellos que son para él la encrucijada perpetua de una impenetrable floresta de travesías.
Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es ese escritor indescriptible en su altura que ha sido capaz de custodiar una trayectoria literaria con dos novelas (El disparo de argón y Materia dispuesta), un libro de cuentos (La casa pierde) y un extraordinario libros de ensayos (Efectos personales). Ahora gana con El testigo el XXII Premio Herralde con una larga novela -¿no era Villoro una escritura de aliento corto pero sostenido?- que resucita a todos los caminos, volcanes, fantasmas y muertos que pueblan la novela de Lowry o la de Juan Rulfo (“Juan Preciado en Comala. Espectros. Sombras de voces. Rostros parecidos a recuerdos. Apariciones.”), pero con la sabiduría erótica, la adjetivación sorprendente y el idioma que recupera el pasado de “un poeta sin obra, o sin otra obra conocida que su muerte sin fin”: Ramón López Velarde. Porque uno no sabe si está leyendo la historia de Julio Valdivieso, profesor de literatura que regresa a México tras veinte años de ausencia en busca del verdadero semblante de López Velarde y que acaba topando con la figura de la mujer que amó que no es sino el rostro de un país distinto que el que abandonó: para Julio López Velarde era Nieves y Nieves, México, o bien está leyendo la trama secreta de una novela policial donde las historias se suceden al son de los narcotraficantes, o bien está leyendo la sorprendente historia de un sacerdote que pretende canonizar al poeta nacional de México: “Me interesa el impulso religioso de amar lo sabido como novedad y de aceptar el futuro como costumbre.”
En Villoro confirmamos una poderosa intuición narrativa, una visión del mundo recibida por el lector de un solo golpe y atestada de irracionalidad, es decir, poética, y algo no menos importante, un dominio absoluto de los mecanismos que permiten construir coherentemente una novela: las voces narrativas y el tiempo en que se suceden los acontecimientos de múltiples relatos. Es esta una novela destacable porque tras el desasosiego que describe, tras la historia que cuenta y que es la de un país “desmoronado como si fuera un montón de piedras”, tras ese sabor del agua que sabe a tierra surge la imagen impagable de un discurso sencillo, el latido expresivo que transporta al lector a un tiempo sin fisuras y que reitera el espectáculo permanente de un escritor asombroso. Villoro: el nombre de un camino literario que transporta al lector a las arterias de un hueco sin nombre. Imprescindible.