Afamadas escritoras de libros para niños y juveniles, Graciela Montes (Buenos Aires, 1947) y Ema Wolf (Buenos Aires, 1948) han obtenido el Premio Afaguara 2005 con la novela El turno del escriba. La novela cuenta el recorrido de un destino que ya se ha cumplido. A finales del siglo XIII dos personajes se encuentran en la prisión de Génova y arriman el hombro y la palabra para edificar un mismo proyecto desde lugares distintos: uno veneciano, Marco Polo, para contar sus numerosos viajes y experiencias maravillosas que le sucedieron con el andar de los años; el otro pisano, Rustichello, de profesión copista, con la intención de pasar a papel todo lo que el famoso viajero le cuenta para edificar un monumento llamado El libro de las maravillas del mundo.
Todo indica que nos las habemos con un texto novelesco, ficticio, que intenta recrear una época histórica. Digo novelesco porque ahí está, obviamente, el quid de la cuestión. Si El turno del escriba es ficción sus autoras no han calculado con suficiente holgura el salto que debían realizar. Porque sí, se recrea toda una época, se ofrecen miles de detalles que indican que Montes y Wolf han realizado una tarea encomiable y titánica de reconstrucción histórica (los agradecimientos al final del libro así lo delatan), hay un aire de época, una fidelidad extrema, un querer trasladar al lector el flujo de pensamiento que reinó en la Génova del XIII. Pero la novela, bajo tanta maravilla, no es creíble. El lenguaje, las formas de expresión, el cómo sienten los personajes, cómo miran, cómo piensan no es verosímil. El lector no logra sucumbir a todo este mundo porque falta magia y falta tensión. De tan explícito resulta tosco, sin que ni tanta palabra en italiano (¿con qué intención?) o tanta digresión sin sentido y extremadamente largas cobren un lugar en la estructura de la novela. Mucha seriedad que dibuja en el lector una leve sonrisa.
El error que a buen seguro una novela de corte histórico debe evitar a toda costa es naufragar a la referencia, al dato, al detalle. No digo que no tenga que aparecer, digo que debe aparecer sin que el lector lo perciba. Ese es el hechizo que aquí no aparece. Se tiene la sensación que estamos ante una clase magistral de historia. Poco se intuye, poco se sugiere, poco se presenta levemente para que el lector también participe del juego. Todo empieza y termina en la omnipresente voz del narrador o de Rustichello que afirma de su propio relato: “La repetición había gastado la historia [….] La voz del narrador, nunca demasiado viva, nunca impetuosa, se había alisado hasta volverse una sola planicie monótona donde los pastos sucedían a otros pastos. Y si la palabra no vibraba al contar, si no vibraba ni siquiera un poco, si la convicción se debilitaba, si el narrar mantenía la apariencia pero no la consistencia, aunque la cabeza del que contaba estuviese llena de cosas maravillosas como un cofre turco, el interés del que escucha, y con él la sorpresa, se escurría.” Acertó.