En el refinado imperio inca existió una categoría social, los amautas, cuya sola tarea consistió en cultivar la memoria: olvidar, resignarse a la autoridad de la evocación de su raza, significaba una sentencia de muerte. Nélida Piñon es la encarnación exuberante de esta figura arcaica que en otrora dominó aquel imperio. Parece que tenga 300 años, inmutable en su belleza, tras una mirada que interroga a un mundo percibido como una realidad mestiza: “Estoy siempre mediante la palabra, mediante la invención, hablando de un país visible o invisible… Yo soy hija de los griegos, de los romanos, de los europeos, de los celtas, de los ibéricos… yo soy una geografía que me imagino, se mueve dentro de una serie de capas geológicas. Somos todo lo que decidamos inventar. Pues somos griegos para ser latinos. Hebreos para ser árabes. Budistas para ser cibernéticos.”
Lino, su padre, nació en Cotobade (Pontevendra) y su madre, Carmen, en Brasil, pero sus cuatro abuelos eran emigrantes gallegos. Siente que la península toda corre por sus venas y lo proclama a los cuatro vientos. La artesanía, la técnica por lo preciso, le viene de su padre, fabricante de neveras. De su madre, la emoción y el amor hacia el ballet y el teatro: con ella aprendió a bailar a sus muertos y a interpretar las vidas de toda la familia. Cuando supo del galardón que le habían concedido no pudo por más que pensar en sus “muertos queridos, en mis vivos amados.”
Dicen que quien se acerca a ella sólo puede contemplar la vida con más intensidad, con la fuerza insoslayable del destino del hombre. Dicen que quien conversa con ella ya no puede olvidar Brasil ni la memoria arqueológica que tiñe “con miel y pan ácimo” su rostro de una calma extraña. Para esta mujer, que narra con la voz inquebrantable de lo femenino, la literatura no es sólo la condición necesaria de su existencia. Para la primera presidenta de la Academia de la Lengua de Brasil, licenciada en Periodismo, Filosofía y Letras y que estudio Creación Literaria, narrar es la condición olvidada de la mujer: “Narro, porque soy mujer. Narro porque desde mis orígenes cumplo con una creencia protóica. Bajo el ardor de la vida, bajo la epifanía de las palabras, me toca asumir todas las formas humanas. A ninguna de ellas doy la espalda ni cancelo sus voces narrativas. Me declaro hija del imperio humano. En mí resuenan las postreras campanadas que el reloj de la humanidad hace repicar en la lluvia valerosa.”
De esta fabuladora inaugural, continuadora de la tarea narrativa que se impuso Joao Guimaraes Rosa y que ofreció su mano en la muerte de su llorada amiga Clarice Lispector, sorprende la pasión secreta por la vida de todos los hombres. Inquieta habérselas con la sensación de que estamos leyendo, tocando casi, el milagro de la escenificación cotidiana que a todos nos hiere. La realidad no puede, en cambio, con quien ha escrito sobre La república de los sueños, sobre La fuerza del destino o sobre La dulce canción de Cayetana. Sus libros están hechos con el barro que cuece a los hombres. Apostada tras las puertas y ventanas de las casas su aliento narrativo se dispone a posar su esperanza y el soplo restaurador de una palabra que narra lo imposible en la tragedia de cada hombre. Se siente brasileña pero es ciudadana de un mundo al que no renuncia.
En ese centón que es La república de los sueños Piñon ha dejado escrito en la voz de un personaje su propio imaginario: “Mi destino es ir al encuentro de una tierra arrastrando la memoria de otra. Sin Galicia, que dejaré atrás, América me llegaría sin aprecio, sin la pasión que me domina ya por completo.”
Descansa saber que recibe un premio como el Príncipe de Asturias una mujer cordial, cuyo semblante se asemeja a una máscara de tragedia griega, contemporánea, pero arcaica, una mujer que se ha definido como aquella “que visita los arcanos y también el territorio de lo sagrado y lo profano.”