Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) comenzó su carrera como novelista en 1991 con este texto que ahora ha corregido profusamente. En 2005 leímos El testigo y pudimos constatar que en Villoro cristalizó un exquisito narrador, amante de los aforismos, de la novela que se puede leer como si fuera una crónica, de una narrativa dialéctica y alemana y pudimos confirmar que en su literatura lo que importa, y mucho, son las tramas que no se ven y las macizas estructuras invisibles que sostienen sus edificios narrativos.
El disparo de argón es tanto la prehistoria de un novelista axiomático cuanto la feliz escritura de los hallazgos que después Villoro manejará en El testigo. En una y otra novela escribe sobre un México intrigante, más aquí que allí, apocalíptico, devastado, gracias a unos narradores intensos y epifánicos que sucumben ante la fuerza del mot juste y que darían lo que fuera por ver los signos externos de la existencia, el hilo secreto que les une a las vidas que están narrando. En El disparo de argón Fernando Balmes se mira a sí mismo en el espejo de los otros para descubrir que lo que cuenta no es lo que ve y que su mirada analítica revela algo que está más allá de lo trágico. Sabe que habrá tormenta pero no puede vislumbrar los signos que la preceden. México en la narrativa de Villoro otra vez como el lugar idóneo donde mirar la tragedia cara a cara.
Estamos entonces ante un narrador que mira y que se mira en el espejo que las palabras y la lectura le proporcionan y por eso Balmes puede afirmar que “lo mejor de la lectura es la magia que borra las letras y hace visible otras.” El disparo de argón tal vez sea un thriller oftalmológico o la debilidad por definir situaciones cotidianas bajo el prisma de una voz elocuente, pero parece indudable que el debut de Villoro en la narrativa contemporánea fue, en aquel lejano 1991, estelar y visible.