El edén –léase, la familia- ya no es lo que era. Ese lugar apacible y plácido se convierte ocasionalmente en el paraíso perdido al que sucumbimos y al que entregamos nuestras más recónditas pasiones, incluso trágicamente. En todas las familias cuecen habas. Si Juan Rulfo, al que tanto debe Carlos Fuentes (Panamá, 1928), estuviera aquí diría que todas llevan su dolor a cuestas. La entrega que el laureado Fuentes nos hace ahora con Todas las familias felices es, en realidad, un bombón envenenado, el rencor vivo irreductible y violento de toda colectividad humana.
La crítica feroz es el andamiaje fuerte que vertebra la escritura creativa de Fuentes. Una crítica nostálgica, cruel (y ecuánime) de una edad heroica que tiene un solo nombre: violencia. De tal manera que en la obra de Fuentes, como ha dicho Octavio Paz, “la crítica se vuelve creación de un mito y el mito está amenazado siempre por la crítica.”
Todas las familias felices no escapa al eje imaginativo del que Fuentes ha dado tantas muestras. Si en La muerte de Artemio Cruz (1962) Fuentes hace desaparecer las oposiciones temporales en aras de una ‘edad del tiempo’ –su ciclo narrativo- en la que conviven trágicamente pasado, presente y futuro en el instante mismo en que muere Artemio Cruz, en Todas las familias felices el estallido es igualmente violento, pero hace hincapié en la muerte en vida que las relaciones familiares pueden hacer florecer, rosa podrida que se muere en nuestras manos, eso sí, inocentes. Si en Cumpleaños (1967) un hombre es todos los hombres, en este libro una familia es todas las familias en una época que es todas las épocas.
Con un erotismo verbal exigente Fuentes ha escrito unos relatos dedicado a una pasión cardinal que no es ni la amistad ni el amor stricto sensu, sino las dolorosas relaciones entre hombres y mujeres, cómplices y rivales de sus propios deseos. La familia encarnada en un padre autoritario que obliga a sus cuatro hijos a ser sacerdotes, encarnada en un mujeriego que se niega a casarse con su amante por temor a lapidar el placer o en una pareja sesentona que se reencuentra y se pregunta si de veras fueron jóvenes –felices- amantes. El cuerpo familiar como promesa de una agonía sin fin. Mejor estar muerto es lo que Fuentes parece querer decir aquí, muerto antes que convivir con según quién, llámese padre, madre o hermano.
Todos los relatos tienen su contrapunto en una serie de coros, igualmente violentos hasta el tuétano: algunos espeluznantes. Imposible olvidar el coro de la familia asesinada en la que “los niños murieron llorando”. Coros de niños mendicantes, de hijas violadas, de niños adoloridos.
Mediante recuerdos, ecos, rumores y la nostalgia de una abundancia edénica imposible Fuentes ha escrito un libro atroz que nos atraviesa en lo más cotidiano: una tierra erosionada que nos hace rezar con él una sola salmodia: “sálvate de las familias felices”.