“Chiquita existió y en este libro se cuenta su vida. Una vida tan fuera de lo común y asombrosa como ella misma. Nació cuando comenzaba una guerra y murió al finalizar otra. Y durante ese tiempo, protagonizó su propia guerra contra un mundo que parecía empeñado en clasificarla como «un error de la naturaleza».” Así da inicio Antonio Orlando Rodríguez (Ciego de Ávila, Cuba, 1956) Chiquita, la novela con la que ha conseguido el Premio Alfaguara 2008, imaginaria biografía sobre “la muñeca viviente” Espiridiona Cenda, una mujer de 69 centímetros y que era de armas tomar. Cenda se convirtió en una artista liliputiense de variedades que cantó, bailó y posó cual artista freak al lado de bestias y que procuró no ser tratada como una enana. Se dedicó a viajar y a actuar para triunfar y obtener el reconocimiento que la vida le privó.
La novela es imaginaria sí, pero una primera lectura ya denota que Orlando Rodríguez ha llevado a cabo una ingente tarea de documentación que da como resultado una más que verosímil reconstrucción de la vida y de la época de tan singular artista. Como telón de fondo los acontecimientos históricos entre Cuba y Estados Unidos. La reconstrucción es una de las claves de la novela y a buen seguro uno de sus mayores aciertos. Porque más allá de los resultados que Chiquita ofrezca en tanto que documento casi histórico sobre los entresijos que llevaron a Chiquita a convertirse en una de las celebridades de la época (cortejada por numerosos hombres y mujeres, actuó en los mejores escenarios y asistió a las más destacadas recepciones), la novela funciona porque Orlando Rodríguez acierta en el tono y en la elección de la voz narrativa, más que verosímil, y tan real que uno no sabe qué cosa es cierta y qué cosa inventada.
En una atractiva mezcla de potencia imaginativa y pequeñas intrigas novelescas desperdigadas con eficiencia y eficacia, capaces de mantener en vilo al lector durante más de 500 páginas, Orlando Rodríguez ha dispuesto su materia narrativa como si se tratara de una autobiografía dictada a un periodista que pretende saber cuánto de lo que se sabe sobre la vida de la liliputiense es cierto. Lo notable no es, claro está, la historia, sino el virtuosismo en el modo de contarla. Aceptemos el pacto narrativo y abramos el telón de la ficción mentirosa que ilumina a la verdad. La verdad es que el secreto de Chiquita “estaba en que a la perfección y la belleza de su pequeño cuerpo se añadía el atractivo de lo excepcional, de lo prohibido, y esa misteriosa combinación la volvía tan o más deseable que la más seductora de las hembras de talla normal.” La mano del escritor sabe, en cambio, que a “ella le gustaba mezclar las verdades con las mentiras y sazonarlas con exageraciones” y no repara esfuerzos por conseguir que la duda asome. Gracias a unas notas a pie de página escritas por un tal Antonio Orlando Rodríguez, la historia se completa, se rectifica o se amplia.
La novela no quiere ser lo que no es y eso es estimable porque cada ficción busca sus complicidades y favorece un estilo que en Chiquita hacen bueno aquello que Eloy Martínez dijo en Santa Evita: “lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo.”