En el trayecto que va de la novela a las memorias y de la crónica política a la ficción que repara más y mejor la Historia de todo un país, Jorge Edwards (Santiago, Chile, 1931) siempre se ha salido con la suya. Su literatura es la recreación inestimable de la decadencia burguesa de varias generaciones de chilenos, eso sí, cultos, muy cultos. Con inusitada persistencia y sutileza Edwards ha dedicado denodados esfuerzos literarios por retratar la vida moral de esos chilenos. De sus años de militancia, de sus convicciones, de sus exilios obligados y elegidos y de su inquebrantable fidelidad a un proyecto narrativo provocador queda como testimonio ahora La casa de Dostoievsky, Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta-Casa de América, 2008.
En esta novela Edwards ha estrechado el círculo y ha unido todos sus mundos y modos en un solo texto. La novela relata con prodigiosa exactitud y con un poderoso tono la vida de un país y un continente entre la década de los años 40 hasta los años 70 y sobre todo relata la original existencia de un Poeta así, en mayúsculas. La figura de ese Poeta, alter ego de Enrique Lihn, le sirve a Edwards para recrear un mundo literario y bohemio. Para los personajes que rodean al Poeta era una época de “descubrimientos extraordinarios, procesos de apertura de la mente. Andar a la siga del Poeta, por el centro de la ciudad, por barrios periféricos y bajos fondos, por puebluchos polvorientos de los alrededores, adquiría el sentido de una iniciación, de una entrada en otra parte.” Fiel a los recuerdos personales, como hizo in illo tempore en Persona non grata o, más recientemente, en El inútil de la familia, pasados siempre convenientemente por el poder de la ficción, Edwards quema las naves en esta novela y va a muerte en el dibujo de un tiempo pretérito pero tan decisivo para todo un país, léase todo un continente. Entre burlas y veras, entre observaciones sobre la decadente moral de un país en ruinas y los anhelos justos de un loco Poeta que vive la vida como si se tratara del último trago, la visión que queda, real e inventada, es la de que todo tiempo pasado fue mejor, más creativo, pero, en última instancia, el sueño de una noche de verano: “Todos eran, ¿éramos?, Rimbauds de segunda fila”. No es de extrañar que por estas páginas pululen entonces seres de carne y hueso como Neruda, Vallejo, Lezama Lima, Padilla, Huidobro, Pound, Rilke, Bajtín, Derrida y Pinochet y Castro y Allende. Novela de aprendizaje de un hombre ya caduco La casa de Dostoievsky recuerda a esa Caterva de Juan Filloy que fue capaz de recrear el mundo de unos hombres empeñados en ser estéticos.
Sepa el lector que La casa de Dostoievsky -sútil, lúcida, irónica y divertida- es la inspirada quimera de un escritor fecundo en busca del tiempo perdido. Y que la maestría de Edwards dota a las palabras contenidas en esta novela de una reminiscencia moral y afectiva que aprendió de sus fecundas lecturas de Proust, Mann y Henry James y que sólo está al alcance de unos pocos. Seguramente no es esta la historia más triste que uno haya leído pero sí aquella que narra “el gran dolor de las cosas que habían pasado y se habían consumido.”