¿Qué tienen en común Shakespeare, Cervantes, Casanova, Lichtenberg, Goethe, Rousseau, Borges, Saer, Chéjov, Hemingway, Lowry, Yeats, Klaus Mann y Onetti? Las tradiciones son diversas, las poéticas incomparables. Pero esos ilustres nombres de la tradición literaria contienen disimulado y encubierto el nombre de un lector como la copa de un pino, Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), que vuelve sobre sus fueros y nos enfrenta ante algunos de sus escritores más queridos. Si en Efectos personales Villoro se ocupó de autores del siglo XX, ahora nos entrega un libro que ensancha el arco temporal, con escritores que van desde el Renacimiento hasta nuestros días.
Lo notable es que el tono se desarrolla siempre como si Villoro estuviera escribiendo un cuento. Con una escritura que ha digerido bien la obra que se quiere comentar, Villoro no esconde sus cartas: presenta también bien la literatura alrededor del autor y de la obra en cuestión. Pero el comentario se inicia con una frase sugerente y contundente: perfecta como la de un cuento en el que nada sobra, pero nada falta. Así para Lichtenberg: “El hombre imagina muchas cosas, pero sobre todo islas.” Así para D.H. Lawrence: “En el bestiario de los mitos, D.H. Lawrence escogió al fénix como figura tutelar.” Entre esas primeras frases y las últimas Villoro tensa el arco de sus argumentos y dispara su argón para dar en el embrión del centro de la literatura. Así en “La habitación iluminada”, sobre Chéjov: “Toda historia narrada con pericia desemboca en un silencio estremecedor. Entonces el oído registra algo más. Un hacha da contra un árbol. Es la lección de Chéjov. El maestro poda su jardín.” Así en “Lichtenberg en las islas del Nuevo Mundo”: “Cuando Robinson encuentra la huella en la arena trata de calmarse pensando que proviene de su pie y que por casualidad el mar no la ha borrado. Lichtenberg, por el contrario, sabe que el estremecimiento no proviene de lo ajeno: en la isla sin nombre es posible descubrir muchas cosas, pero ninguna huella es más inquietante que la propia.”
Es cierto que los textos han sido creados como pórtico a libros u obras completas -Hemingway, Lowry y Onetti- o como ponencias, coloquios y ensayos desperdigados hasta ahora en revistas y periódicos como Letras Libres, Página 12 o El Universal. Pero el lector siempre tiene la saludable impresión que Villoro es siempre el mismo. Habla de autores y géneros distintos, pero la óptica desde la que se miran los textos es la de un lector en compañía de los otros que anda interrogándose sobre el propio proceso de su escritura. Es así que sabemos entonces que Villoro antes de escribir ve, mira: “Un viaje tiene sentido por la emoción cómplice que cristaliza cuando alguien comenta lo que ve. Ensayar: leer en compañía.”
El ensayo “El diario como forma narrativa” es un dechado de inteligencia y hará las delicias de todo aquel que quiera saber porqué hay escritores que necesitan saber en quién se están convirtiendo. A medio camino, muchas veces, entre la vida y la obra no son insignificantes los datos biográficos que Villoro desperdiga entre lo que ha visto. Están en el centro mismo de su argumentación, como la Chéjov que en los últimos instantes le dijo al doctor que lo atendía: “Es inútil poner hielo sobre un corazón vacío.”