En esa endiablada novela que es Santa Evita (1995) el médico que tenía la tarea de embalsamar el cuerpo de Evita afirma impertérrito que “a una historia real hay que cubrirla con historias falsas”. No es otra la intención que parece haberse propuesto Tomás Eloy Martínez (Tucumán, 1934) en este hechizante relato sobre la historia reciente de Argentina.
Lo de menos en Martínez es el inicio que desencadena el argumento. Y que, como ha confesado, “la idea de Purgatorio nació de la necesidad de dar forma a una melancolía que llevaba dentro desde hacía mucho.” Lo de menos es que Emilia Dupuy encuentre tras muchos años de ausencia a Simón, su marido desaparecido por el brazo torcido de la dictadura. O que supuestamente el lector tenga la impresión de que el doctor Dupuy, padre de Emilia, esté detrás de ese suceso. Para él lo único que importa es esto: “Dios es lo primero. Después la patria y el hogar. Ésa es la santísima trinidad argentina.” Lo de menos es que Emilia sospeche que “… si el marido estaba muerto, el padre era culpable, la madre su cómplice y ella la hija de un par de asesinos. Preferiría entonces no haber nacido, ser una expósita, un feto de las inclusas, una basura sin identidad.”
Lo que sí importa es la fecunda mezcolanza entre realidad y ficción, entre verdad y mentira, entre documento periodístico y verdad novelada que ya nos cautivó en La novela de Perón (1985). No estamos en el terreno fértil y fecundo de la novela histórica, sino más bien en la cartografía de una ficción visionaria que es capaz de reconstruir el pasado gracias a una escritura a caballo entre lo que existe y lo que pudo existir: “Si recuperáramos los libros no escritos y la música perdida, si nos entregáramos a la busca de lo que no existió y lo encontráramos, entonces habríamos vencido a la muerte.”
El marido que vuelve es, claro, la descomunal historia de Nathaniel Hawthorne – Wakefield– antesala de Bartleby, el escribiente de Melville. Simón puede confesar que “quería ser Wakefield, un desaparecido del mundo que regresa un día a la casa de siempre, abre la puerta y ve que nada ha cambiado.” Martínez nos gana porque domina a los personajes, sí, la historia, sí, pero en el centro de su victoria está la ambigüedad de un discurso que nunca dice lo que tiene que decir, que siempre deja abierta la puerta a la imaginación de lector no para que complete la historia, sino para que goce con la indeterminación que la novela ofrece.