Leído y reconocido como el autor de la saga de novelas policiacas que tienen como protagonista a Mario Conde, Leonardo Padura (La Habana, 1955) se enfrenta ahora cara a cara con una “historia de odio, engaño y muerte” convertida en uno de los acontecimientos históricos más sobresalientes del siglo XX. El hombre que amaba a los perros narra “la crónica misma del envilecimiento de un sueño y el testimonio de uno de los crímenes más abyectos que se hubieran cometido” y que afectaba en primera línea a Lev Davidovich, más conocido como Trotski, y a Ramón Mercader, llamado también Frank Jacson o Román Pávlovich y que fue durante más de treinta años Jacques Mornard, el asesino no confeso del líder ruso. Pero en segunda línea aquel suceso arrastró a millones de personas “por la resaca de la historia y por la furia de sus patrones”. Es esta una novela hija de la historia, sí, pero que en virtud de aquella hace buena la sentencia del escritor alemán Alfred Andersch cuando afirmaba: “La Historia cuenta cómo fue que ocurrió. Una historia cuenta cómo pudo haber ocurrido.”
Si Don DeLillo reconstruyó en Libra (1988) el asesinato de Kennedy focalizando su narración en Lee Harvey Oswald, Padura, desvelando las contradicciones que asolaron a Jacques Morand, se codea con la Historia oficial para doblegarla no con la abrumadora documentación de la que hace gala, sino mostrando al fin que Morand no puede existir sin Trotski. O lo que es lo mismo: sin Lev Davidovich la vida Ramón Mercader hubiera sido en vano. Como si de un juego especular se tratara Padura brinda al lector una narración fragmentaria que avanza a pedazos por la imagen invertida de una red discursos cruzados que convierte a los dos personajes en almas gemelas.
El 20 de agosto de 1940 ‘el hombre que amaba a los perros’ le clavó en la cabeza un piolet a Trotski, que también amaba a los perros, historia que irá a parar a Iván Cárdenas (responsable de una pobrísima clínica veterinaria, y que, claro, también ama a los perros) cuando en las playas de Cuba Jaime López le cuente su historia, que no es otra que la de Ramón Mercader. Sospeche el lector -y acertará- que tras la curtida piel de López descansa el propio Mercader y su mejor secreto: cómo pudo convertir su existencia en “años de encierro, dudas y marginación” y, de paso, la civilización en barbarie. Toda la novela relata unos mismos hechos desde varios puntos de vista, extendiendo así de manera efectiva para el complejo juego de la ficción la evocadora perspectiva que Padura propone: desde Trotski, desde Mercader y desde Cárdenas la trama se rectifica y se amplía con el solo propósito de enriquecerse para acabar afirmándose como un páramo donde “se esfumarán (sueños, vida, y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y en la utopía pervertida”.
Ha querido Padura dilatar el tiempo de la historia en una novela de largo aliento que reconstruye la parte más irreal de lo acontecido. Una historia de dos fantasmas y de más de un silencio. El logro más determinante ha sido unir a fuego lento a los dos personajes, haciendo ver al lector avezado que uno es reo del otro y que este amargo juego de espejos no es sino el desecho de la historia oficial convertida en una miríada de cristales rotos clavados en el centro del mismísimo corazón del siglo XX.