Podría decirles que Cuerpos divinos viene a contar lo que Guillermo Cabrera Infante (Gibara, Cuba, 1929-Londres, 2005) ha estado contando y cantando durante toda su vida: una Habana recordada musicalmente -cuando no cinematográficamente- a partes iguales: mitad feliz, mitad dolorosa. Mitad recuerdo, mitad olvido: o de la imposibilidad de olvidar lo que no quiere ser recordado. Podría decirles que esa novela, como La ninfa inconstante (2008), se publica póstumamente, y que no es sino una inequívoca celebración de la amistad caribeña: “nosotros en Cuba, o a al menos mis amigos, hacíamos un chiste de todo: aun de la dolorosa realidad, así trascendíamos lo terrible del problema por medio de la risa.” Podría decirles que el friso narrativo más importante de la literatura cubana del siglo XX está compuesto por tres novelas que son cuatro: Tres tristes tigres (1967), La Habana para un infante difunto (1979), la mencionada ninfa y ahora estos Cuerpos divinos en los que Cabrera Infante había estado trabajando a lo largo de toda su vida y que sólo su muerte hizo que quedara inconclusa con casi 600 páginas. Un texto que cierra el círculo vicioso de una literatura que no tiene fin. Podría decirles que tal vez My secret Life (Mi vida secreta), las memorias eróticas victorianas atribuidas a Henry Spencer Ashbey, haya sido para Cabrera Infante un referente. Podría decirles que lo que se cuenta (las festivas memorias de un yo narrador desde 1958 hasta 1962) poco importa porque de lo que se trata es de volver a repetir tantas veces como sea necesaria la imagen desvelada de una ciudad que será puro humo. Y podría decirles, para acabar, que la lectura de esta novela que encierra un trozo de la historia de Cuba y de los gustos musicales, cinéfilos y librescos de unos personajes made in Cuba, dibuja la geografía erótica de unos personajes que son un sinfín de jugadores amantes convertidos en la búsqueda agónica por alcanzar la imagen de una mujer que contiene a todas las mujeres. Amada una, amadas todas. Amada Cuba.
Pero no he venido aquí a hablar sólo de lo que podría decirles. He venido a decir que Cuerpos divinos es el centón y compendio que todo lector de Cabrera Infante que se precie deberá releer, el grado cero de su escritura: un texto que podemos leer como una novela de formación que el mismo narrador asume: “estas páginas debían llamarse los años de aprendizaje y no de otra manera.” Pero no es sólo que Cuerpos divinos sea las confesiones más o menos veladas del propio narrador: “Leo todo esto y casi olvido por qué lo escribí, cosa que me pasa a menudo. ¿Por qué comencé así esta tercera parte de lo que quiere ser una novela y no pasará de ser una velada autobiografía?” Lo que resulta notable es que esta novela, convertida no por azar en manos de Cabrera Infante en un libro de memorias que es un relato de la historia viva –y muerta- de una Cuba que ya se nos fue, es sobre todo un libro personalísimo de unos años irrepetibles. Sólo Cabrera Infante podía hacer ese ejercicio de estilo que es la repetición gozosa (“me gusta más repetir que digregar –y vaya si me gusta hacer digresiones.”) de unos recuerdos privados transmutados en historia colectiva.
Inyectando a cada página iguales dosis de humor delirante, parodias secretas, erudición velada y ritmo, mucho ritmo, Cuerpos divinos viene a corroborar que Cabrera Infante siempre estuvo preparado para morir. ¿Cómo entender, si no, la sonrisa que siempre despierta en el rostro del lector?