Horacio Castellanos Moya (Honduras, 1957) parece querer cerrar con La sirviente y el luchador un ciclo de novelas (Donde no estén ustedes, Desmoronamiento y Tirana memoria) que quieren dar cuenta de una realidad especialmente dolorosa y sangrienta para él y para su país. Castellanos Moya es el minotauro de un laberinto convertido en el rompecabezas íntimo y colectivo de un destino cifrado por la violencia y la sinrazón.
Con una suerte de lenguaje coloquial más que logrado, un estilo nervioso que todo lo contagia y unas escenas rápidas y contundentes que apabullan al lector dejándole en “la pura oscuridad”, Castellanos Moya ha conseguido convocar una vez más a todos sus fantasmas personales -que son cada vez más los nuestros- para dotarlos de una presencia abrumadora, el pálpito del dolor diario y contundente, sin aspavientos, el dolor teñido de sustantivos, jamás lastrado por el peso inservible del adjetivo: un dolor sin colorantes. Y esa presencia abrumadora se torna increíble porque la historia de la sirviente y el luchador no es sólo la historia de la bella y de la bestia, la triste historia de dos destinos que se cruzan, sino también la cifra de un país descompuesto, acartonado y caricaturesco que es relatado a la luz de la más fría cotidianidad.
El Vikingo es el sirviente moribundo de la mano fétida que mata, mata y mata, es el que ya no puede ni consigo mismo, es el hombre que “tiene al maligno adentro”; María Elena, la bella de corazón, “lo primero que percibe es el ruido, como un zumbido lejano. Luego el dolor. Y enseguida la oscuridad, una oscuridad gelatinosa, en la que ella flota a la deriva, con lentitud, y de la que no puede salir”. Erigidos como las dos caras de una misma moneda Castellanos Moya les hace bascular en un contínuo vaivén hasta que al final de la historia ambos se necesiten. El primero es el exterminador que puede redimirse al salvar de la muerte segura a Albertico y Brica, los nietos del patrón donde María Elena había trabajado; la segunda, es el ángel que cuida a la bestia herida en busca de dos jóvenes desaparecidos para descubrir al fin que la mano que mece el dolor también le alcanzará en lo más íntimo: la propia familia.
Dotado como pocos para la alquímia de lo telúrico, la imaginería verbal de Castellanos Moya no es grandilocuente, ni barroca. Su poética es una endiablada aptitud para erigir tensión narrativa a través de afilados diálogos que cortan la respiración de un lector que ya no sabe si sus textos son ciencia ficción o la más dura y fría de las verdades, aquella que nos recuerda que el hombre es un lobo para el hombre.