Para Daniel Sada (Mexicali, México, 1953) el mundo es una caótica caja de resonancia que destila esencias barrocas, trufadas de juegos verbales y argumentos ingeniosos. Su portentoso oído ya ha dado suficiente muestras de lo que significa en literatura construir un mundo preñado de sonidos suficientes y necesarios. En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe o en Casi nunca el Sada más imaginativo quiso ser, a la par, el escritor de un México confuso, terribe y frágil, muy frágil.
Ahora A la vista viene a celebrar el caleidoscopio narrativo mexicano que Sada anda empeñado en acometer. Que la historia sea la de dos asesinos precarios y tontucios que matan a su jefe un poco porque sí y un poco porque no es, en realidad, lo de menos. Ponciano Palma y Sixto Araiza son la cifra de un México desordenado que busca como alma que lleva el diablo alejarse de la maldita culpa que todo lo sangra. Y ante la culpa o dolor u olvido: “Aunque ¿la culpa… cómo afrontarla?… Culpa de sangre… Culpa de ceguera… Culpa de un caos mental… Mejor el olvido, la inopia baldía…”
La historia de estos dos personajes señala antes que nada esa “inopia baldía” que impele a avanzar sin tener en cuenta los porqués. Un viaje de regreso a sabiendas que Ponciano Palma, personaje sobre el que se irá focalizando toda la narración, no puede salvarse porque sabe que tarde o temprano vendrán a por él. Poco importa que se refugie en casa de la sobrina de Sixto Araiza y que, más tarde, regrese a su Itaca particular en busca de su Penélope abandonada. Para Sada lo importante es “adivinar qué era lo que estaba más en el fondo de él para que volviera a ser normal.”
La sabiduría ciega que Sada inocula a sus personajes provoca que vuelvan al lugar no del crimen, pero sí del deseo. Deseo irreparable que no cesa y que provoca que el narrador, los personajes y -no se olvide- el lector entren en un torbellino endiabladamente obsesivo, un vaivén genial y embriagado que crece, crece y crece: “Matar. Matarse. Ser matados. Creer. No creer. Hallar poco. No hallar nada. La fragilidad de la vida: lo que sucumbe en un santiamén. La fortaleza de la vida: lo que crece y se desborda y engaña e ilusiona y se vence y se pierde. La suerte. La desgracia. Las pequeñas cosas que al acumularse parecen engrandecerse. Eso que incide aquí, como si el “aquí” fuese, a fin de cuentas, un ámbito apartado.”
Imposible afirmar que un texto como este se sustenta únicamente en la fuerza imaginativa de un argumento sugerente y sugestivo. Es la vastedad del lenguaje, la precisión en la palabra, los giros íntimos de la oralidad la que provoca la búsqueda del argumento. En Sada nada parece baladí: la cadencia de la frase se aúna en la búsqueda de un lenguaje que es la peculiar forma en que Sada se habla a sí mismo. Al cobijo de este lenguaje diabólico y elusivo a la vista está que Sada ha vuelto victorioso para trazar el mapa desolado de un México atemporal que trata de reescribir su propia historia, a saber: valga la enmienda: “O sea que narrar no es (ni sería) otra cosa que la detección precisa de dónde cabe una enmienda que no parezca tal; que al contrario: sea un aporte sugerente, un restablecimiento sutil, o por ahí.”