Que la academia haya concedido el Premio Cervantes a este chileno licenciado en Matemáticas y Física y que estudió mecánica avanzada en la Universidad de Brown significa que se ha premiado una poesía coloquial, narrativa, prosaica y conversacional que incorpora la cotidianidad al poema. Pero se premia también una poesía antilírica y antipoética, con atisbos de entonaciones urbanas. Lo que habla en sus poemas es un yo nada heroico, un personaje moderno, irónico, absurdo y sarcástico.
Aprendida la lección de Baudelaire de que se puede y se debe hacer poesía de lo grotesco, aprendida la erótica del surrealismo y el laconismo de Beckett, Nicanor Parra estaba preparado para la batalla central contra “la poesía gorda”, léase grandilocuente, de Neruda. Pero no estaba solo. Le acompañaban unos aires que ya corrían por la vieja Europa y por una América más moderna que nunca. Autores como Allen Ginsberg (que lo tradujo al inglés), Ionesco, Robbe-Grillet, Eliot, Pound o Dylan Thomas fueron algunos de sus referentes. Pero antes que nadie estaba Lorca y su deslumbrante poesía popular. Que lo encandiló.
La única y más obsesiva pretensión de Parra ha sido la creación de un yo poético convertido en personaje de poemas con tintes narrativos y la apertura de la poesía a una inmensa mayoría. Es en este sentido que su libro capital es Poemas y antipoemas (1954) porque allí se nos descubre a un poeta epifánico, pero que no es un visionario, sino “el hombre de la calle” que vislumbra las ruinas de un presente “absurdo”, “feo” y “brutal”. Incapaz de dar sentido al caos que le rodea (que es, también, nuestro caos) Parra opta por levantar la mano, encoger los hombros y añadir al “lenguaje de la tribu” de Rimbaud un humor paradójico concentrado en unas imágenes cáusticas, una suerte de hai-kus geniales que dinamitan la alambicada retórica de la poesía altisonante. Su credo es este: “Nosotros sostenemos / Que el poeta no es un alquimista. / El poeta es un hombre como todos / Un albañil que construye su muro: / Un constructor de puertas y ventanas.”
El carácter corrosivo de su poesía hiere de muerte al lenguaje barroco y alambicado de las instituciones que gobiernan el mundo, llámense política, religión o ideologías varias y ensalza el sentido común de una humanidad preñada por la sabiduría de lo popular y de lo tradicional. Consciente de que su poesía “puede perfectamente no conducir a ninguna parte”, pero que hay que ser felices “chupando la miserable costilla humana” Parra quema sus naves en un diálogo infinito que lo poetiza todo. En el acuerdo tácito de que para sobrevivir a este mundo deshecho sólo nos queda la palabra, la poesía de Parra es el bálsamo propicio que hermana para siempre a un autor, “amigo y enemigo” de sí mismo y “al lado del afuera”, en busca de un lector.