A Javier Aparicio Maydeu, mil gracias derramando.
encores un peu de rien
dans le mot corps
Bernard Noël
La soledad que san Juan de la Cruz eligió imponía la forma de la escritura. Porque era una soledad que estrechó el vinculo entre el silencio y el dolor, entre la letra y la quemadura. La pregunta por esa soledad pertenece al espacio de lo que Michel de Certeau ha llamado con acierto la «función escritural».
«Le saint qui devient mystique reçoit une fonction scripturaire. Il s’installe dans le champ du langage.»[1]
Qué es la función escritural nos sitúa, súbitamente, en el terreno del lenguaje y en la transcripción de una fecunda palabra y promesa divinas: «El Espíritu hablará». La escritura de san Juan de la Cruz recibe esa función no sin antes haber imprimido a su propia palabra un silencio capaz de posibilitar la presencia Otra que sin reservas inscribe la huella en el cuerpo: la plétora. Incluso haría falta pensar aquí en una escritura que es capaz de morar y de esperar en un lugar fronterizo, allí donde casi la diferencia se toca. Porque la escritura de la palabra mística violenta las coordenadas espacio-temporales para reconstruir, nunca arqueológicamente como quisiera Foucault, la posibilidad de una transgresión. Y todavía: qué es la función escritural en san Juan de la Cruz nos traslada, sobre todo, no tanto al terreno de lo espiritual, sino al espacio de lo corporal, del espíritu que toma cuerpo. Un cuerpo que habita, en el sentido que Heidegger funda esa palabra, un lugar sellado que convoca y señala la máxima apertura del sentido. Sentido disponible, pero en el vértice.
Etimológicamente, ‘enunciación’ remite a nuncio, tomado del latín ‘nuntius’ y significa emisario, anunciador. San Juan de la Cruz enuncia y presenta una escritura que es la anunciación de una invocación, de invocar, en el sentido de ‘llamar a un lugar’.[2] Es sabido que aquilatar esta enunciación significa cuanto menos instaurar una dimensión constructiva del cuerpo fragmentado por la experiencia extática hacia un lugar marcado por una ausencia, por una desaparición. Pero es también la instauración de los lugares para el tener-lugar-de-la-escritura. Uno de esos lugares privilegiados donde se enuncia y se produce la palabra interior, memoria de la llama (quemadura mística), es en el cuerpo.
La formalización del discurso místico en san Juan de la Cruz vehicula así una nueva manera de transitar por la experiencia a través de la escritura, producción de una pragmática del lenguaje, que es también una pragmática del cuerpo. La relación que se establece en esta comunicación, trinidad de experiencia, escritura y cuerpo, privilegia la intención de instaurar lo que Michel de Certeau anuncia como «la escena de la enunciación.» [3] La escena porque nos desplaza hacia la palabra hablada allí donde se escucha una Voz. Enunciación porque se instaura un acto de la palabra en tanto que colloquium entre un locutor y un alocutor, aquel que dirige una palabra.
Es por esto que el modelo de escritura que presenta san Juan de la Cruz -escritura que podemos llamar epifánica– establece su nudo gordiano en el diálogo, en la retórica de un hablar y de un entender, que posibilita la primera escena: la oración. El diálogo es la apertura mística a partir de una posibilidad, la de una escritura hablada, la de conversar y restaurar las figuraciones y transfiguraciones de algunos silencios, que son en san Juan de la Cruz los artefactos de un rumor.
Tal vez haya sido Michel de Certeau, de quien me acompaño en estas primeras notas, el que mejor haya mostrado ese carácter de la enunciación y de la escritura mística como teatro, metáfora y artefacto, es decir, como «fiction de l’âme». Este artefacto -sinónimo aquí de producción- es capaz de conformar un lugar que, por un lado, entabla comunicación, y, por otro, permite conocer. El conocimiento está entonces en la búsqueda de la mismidad capaz de suprimir, a riesgo de perderse, las distancias entre lo propio y lo ajeno. Allí la palabra, la frase mística exprime la experiencia en ella misma: la escritura en san Juan de la Cruz es el cuerpo de aquella experiencia. Es una escritura anunciadora y corporal. La consolidación del discurso en san Juan de la Cruz, como un corpus que me permite hablar de él en tanto que discurso-hablado-que-anuncia, tiene su fundamento en la comprensión de la palabra mística como signo que hace la experiencia original de la voz, de un yo dirigiéndose a un Tú, en un espacio que garantiza una revelación ya vivida, pero que no había sido enunciada ni anunciada, y que funda una historia de la propia experiencia, es decir, una hermenéutica de «aquel tratar con Dios». Un signo que conforma no sólo a la oración, sino también, como señala Derrida a propósito de Dionisio, a nosotros, lectores de tales textos.
«La escritura de Dionisio, la que actualmente creemos leer o leemos con vistas a creer, se mantiene en el espaciamiento de este apóstrofe que desvía el discurso en la misma dirección entre la oración misma, la cita de la oración y el dirigirse al discípulo, dicho de otra manera al mejor lector, al lector que debería dejarse conducir para hacerse mejor, a nosotros que actualmente creemos leer este texto. No a nosotros tal como somos actualmente, sino tal y como deberíamos ser, en nuestra alma, si leemos este texto como debería ser leído, rectamente, en la buena dirección, correctamente, según su ruego, su oración.» [4]
¿Cuál es esa tarea multiplicada que la escritura del místico presenta? ¿En qué sentido podemos hablar de la buena dirección? ¿Por qué lugares se fragua y se proclama esta inclinación que la oración dice? Las noticias de aquella Voz tienen lugar en el ser y su casa, con Heidegger, es el lenguaje. Tal es el lugar donde se ubica la experiencia. La salida de sí, el éxtasis, formula sus constantes en una hermenéutica cuya imagen más imperecedera es la máxima apertura del sentido en la gestación de la palabra del místico. La antropología en san Juan de la Cruz no sería dual, porque el hombre-sensual y el hombre-espiritual están concebidos desde una sola raíz: son un único movimiento.[5] Es por ello que tampoco podemos desligar una de esas dos polaridades a la hora de leer textos de la Subida o de la Noche o del Cántico. El signo escrito participa del texto, que es metáfora del cuerpo físico de la persona sobre el que Dios marcará las huellas de su presencia. Y éstas sólo pueden ser dibujadas desde la corporización de una ausencia: el cuerpo es la señal de aquello y la escritura la condición de un deslizamiento que va desde la presencia hasta la ausencia, desde el sentido hasta la interrupción del sentido. Es entonces cuando se presenta esa escritura de la que hablábamos más arriba, no en el sentido de ser guía para otros sistemas, sino en tanto que es representativo de un proceso temporal de la experiencia. Leemos en el Cántico:
«Y añade más diciendo que todos sus huesos se asombraron o alborotaron, que quiere decir tanto como si dijera: se conmovieron o desencajaron de sus lugares; en lo cual se da a entender el gran descoyuntamiento de sus huesos que habemos dicho padecer a este tiempo… Y, como el espíritu pasase en mi presencia encogiéronse las pieles de mis carnes, da a entender lo que habemos dicho del cuerpo, que en este traspaso se queda helado y encogidas las carnes como muerto.» [6]
En este texto de san Juan de la Cruz podemos percibir ya una analogía entre un estado de percepción situado en la disolución de una dolencia de amor, de la «presencia y la figura», y un estado de la propia escritura, desde donde se presentan todas estas urgencias corporales. Es por ello que con gran precisión Certeau establece también esta analogía entre el cuerpo y la escritura desde la definición del cuerpo como «dolor del lenguaje», como discurso encarnado. Porque es allí, con la fórmula paulina de templo del espíritu, donde los más precisos cautiverios producen los modos expresivos más sorprendentes: «… la production d’un corps joue un rôle essentiel dans la mystique. Ce qui se formule comme rejet du «corps» ou du «monde», lutte ascétique, rupture prophétique, n’est que l’élucidation nécessaire et préliminaire d’un état de fait à partir duquel commence la tache d’offrir un corps à l’esprit, d’«incarner» le discours et de donner lieu à une vérité.» [7]
Esta es la especialísima relación que el místico tiene con su cuerpo, y no podemos perderla de vista a cuenta y riesgo de no comprender el intento que la escritura de san Juan nos presenta.La comprensión de un texto como el arriba citado de san Juan de la Cruz pasa, necesariamente, por el olvido de una palabra que sólo comunique o que sólo conozca en vistas no de otra nueva, sino de un uso particular de aquella que sólo es comprensible desde la radicalidad que le ha visto nacer. El silencio, hemos dicho, es la piedra de toque que el místico inserta en el centro de su discurso. Y es este silencio el que es capaz de tensar ese discurso, organizándolo como un cristal atravesado por una leve transparencia. Esa transparencia no es sino el cuerpo místico, purgado por la primera noche del espíritu, y la de la escritura, donde también se purga y se atraviesa el contenido semántico y sintáctico hasta llevarlo a la exigencia de una palabra que más que decir un sentido, anuncia un movimiento amorfo y múltiple. José Ángel Valente ha dibujado con precisión en qué consiste la apuesta de ese lenguaje.
“Fruición verbal de la materia alternando silencios en lo que hoy queríamos mostrar como el discurso corporal de la enunciación: lo que resta del sentido, la ceniza del cuerpo. La apuesta es irrenunciable: llevar el lenguaje a una situación extrema, lugar o límite donde las palabras se hacen, en efecto, “ininteligibles y puras”, con una teoría del no entender, no saber –“y quédeme no sabiendo”- de forma que el que en un simple modo de razón no entienda pueda encontrar, no entendiendo, más hondo y dilatado espacio para existir.”
Entre este silencio, una petición, la escritura, y un acto, el hablar. Dos cuerpos, lugar de la escritura, lugar del Otro, de lo real. Y allí «la parole féminine s’insinue dans la circonscription masculine de l’écriture.» [8]
Palabra unitaria, que postula la producción de un sentido dual: el «traspaso helado» donde las carnes se presencian tiene su posible en la viabilidad de comprensión contraria, en aquello que no se dice: el fuego, la llama y los residuos. La comprensión de la Unidad y de la homogeneidad textual siempre deja una puerta abierta a la dualidad y a la heterogeneidad discursiva.
Es en el campo del exceso y de lo ob-sceno como lugar que está fuera de la escena donde debemos situar todas estas cuestiones referentes al lugar que ocupa la escritura en la experiencia mística. San Juan de la Cruz interpreta un residuo, el hiato y la fisura silenciosa de una transgresión productora de un sentido que con los sentidos pendientes de la memoria y de la noticia no dicen ni una ni otra. Pero no podemos pensar en una ausencia de sentido. La comprensión de todo exceso tiene su lugar propio en la tradición. Es más, no es posible transgredirla si primero no se ha ad-vertido. Tal vez sería oportuno presentar la pregunta no tanto por saber si el sentido es comprendido en la tradición (que, ciertamente, se inscribe en ella porque de ella principia), sino qué entendemos por comprender una experiencia mística.
En el caso de san Juan de la Cruz lo esencial está en lo que Derrida llama la «escritura inaugural», Buber «palabra-principio» y Edmond Amran El Maleh, en un espléndido artículo, «palabra asediada»[9]. Es decir, hacer la experiencia de esta escritura y de esta palabra, en tanto que experiencia de lenguaje, significa marcar el signo con el descenso del sentido, capaz de hacer posible un lugar.
Pensar aquí en el descenso del sentido interpreta la escritura como profundidad, como proceso donde san Juan transita ad infinitum. En san Juan de la Cruz la escritura es la recepción y la anunciación de la Palabra. El signo escrito es el cómplice de la presencia. Por eso Maurice Blanchot reivindica las cenizas de un lugar en ese signo que sea la escena de una presencia:
«Pero ¿qué queda de la presencia cuando sólo puede retenerse gracias a ese lenguaje en el que se apaga y se fija? Quizá sólo esta cuestión. No es seguro que la presencia mantenida por la escritura no sea ajena en todo a la verdadera presencia viva, aquella que siempre es, en efecto, fuente de presencia, visión de presencia. La única relación que mantendría entonces la escritura con la presencia sería el sentido, relación de luz, precisamente, que la exigencia de escribir tiende a romper no sometiéndose ya al signo.» [10]
Quizá podríamos seguir preguntándonos en qué sentido podemos hablar de la escritura del místico como un no-sentido. Prefiero llamarlo interrupción o fractura del sentido, que, conscientemente, se borra y se inscribe. La conexión con esta interrupción o suspensión del sentido la podemos vislumbrar, otra vez, a través del cómo, o dicho de otro modo, gracias a la retórica del discurso. Todo sentido es comprensible a condición de no asignarle un solo sentido, de interrumpir el impulso de comprender un significado que se ausenta porque su naturaleza está en re-velar-se. Palabra velada, palabra revelada. San Juan de la Cruz exprime una intención. Es lo que yo he llamado aquí la «ceniza del cuerpo». El sentido está en la comprensión de las palabras como oración, es decir, del libro y del cuerpo que oran: del Nombre y del Lugar. En una palabra: intextuación, Certeau dixit. Luchando con el lenguaje el espíritu refleja el centro más profundo del alma: el cuerpo, su aparente contrario. La experiencia corporal del alma: dolor y placer, alma y cuerpo, palabra-espiritual y palabra-corporal.
«Les livres ne sont que les métaphores du corps. Mais dans les temps de crise, le papier ne suffit plus à la loi et c’est sur le corps qu’elle se trace de nouveau. Le texte imprimé renvoi à tout ce qui s’imprime sur notre corps, le marque (au fer rouge) du Nom et de Loi, l’altère enfin de douleur et/ou de plaisir pour en faire un symbole de l’Autre, un dit, un appelé, un nommé. La scène livresque représente l’expérience, sociale autant qu’amoureuse, d’être l’écrit de ce qu’on ne peut identifier.» [11]
La aproximación a lo que es la experiencia del místico reside en el «cuerpo» de los textos. Pero podríamos avanzar un poco más. Hay experiencia mística en tanto que hay experiencia escritural. En palabras de Edmond Amran El Maleh «la experiencia poética, mística, está en la letra.» [12] La «organización» de esa experiencia pasa por la articulación de una escritura-otra-matriz que permita un discurso que es una acontecimiento, presencia de una huella, que utilizo aquí en el sentido que Derrida define la palabra: «la huella es el borrarse a sí mismo, el borrarse su propia presencia. Una huella imborrable no es una huella, es una presencia plena, una sustancia inmóvil e incorruptible, un hijo de Dios, un signo de la parousía y no una semilla, es decir, un germen mortal.» [13]
En los textos de san Juan de la Cruz la huella es la escritura, es el estigma que articula una escena y un espacio que podemos definir como para-doxa, en el que la estructura fragua una dislocación. La enunciación fractura el modo en que se presentan los enunciados tanto léxica como gramaticalmente.
«Por tanto, en este camino el entrar en camino es dejar su camino, o, por mejor decir, es pasar al término; y dejar su modo, es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios; porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos ni maneras. Ni menos se ase ni puede asir a ellos. Digo modos de entender, ni de gustar, ni de sentir, aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo; porque, teniendo ánimo para pasar de du limitado natural interior y exteriormente, entra en límite sobrenatural que no tiene modo alguno, teniendo en sustancia todos los modos. De donde el venir aquí es el salir de allí y de allí saliendo de sí muy lejos, de eso bajo para esto sobre todo alto.» [14]
Diríamos que el encuentro es un encuentro escrito. La interpretación de este fragmento de la Subida al Monte Carmelo está en el texto; lo que está fuera de él, no podemos interpretarlo. Como no podemos acercarnos a él tampoco fuera de las coordenadas históricas y hermenéuticas que lo sustentan. Este es un ejemplo de texto «autónomo», es decir, de un discurso que busca afirmarse, enunciarse y decirse: de una oración.
No hay una significación clausurada, sino una necesidad «con fervor de amor» de hacer posible una palabra singular: la que dialoga consigo misma para hacerse presente en tanto que cuerpo y escritura que como dirá Derrida «es en primer lugar y para siempre algo sobre lo que uno se inclina.»[15]
Y ahora un componente se impone en el pensamiento: el placer. El placer de la escritura en la escritura, del lenguaje, también en lucha ascética, para alcanzar la cristalina fuente. El deleite y las imágenes delirantes de la experiencia mística tienen su contrapunto en la escena de la escritura. Porque «sobre la escena del texto no hay rampa: no hay detrás del texto alguien activo (el escritor), ni delante alguien pasivo (el lector); no hay un sujeto y un objeto. El texto caduca las actitudes gramaticales: es el ojo indiferenciado del que habla un autor excesivo (Angelus Silesius): «El ojo por el que veo a Dios es el mismo por el que Dios me ve.»» [16]
Movimiento dual que posibilita las dos fronteras de la experiencia mística, la extática -que pone en juego la decisión de salir de sí mismo- y la ascética -que hace fecundo el gesto de perderse. También la escritura hace el gesto de perderse, y al igual que los huesos del santo, se «descoyunta», se «conmueve» y «se desencaja». Con esos movimientos corporales la escritura de san Juan de la Cruz práctica la fragmentación del lenguaje y con ella la más irreductible y eficaz palabra trascendente: la libertad del cuerpo.
«La intensión de esta purgación y cómo es en más y cómo es en menos, y cuando según el entendimiento y cuándo según la voluntad, y cómo según la memoria y cuándo y cómo según la sustancia del alma, y también cuándo todo y según todo, y la purgación de la parte sensitiva y cómo se conocerá cuándo lo es la una y la otra, y a qué tiempo punto y sazón de camino espiritual comienza, porque lo tratamos en la Noche oscura de la Subida del monte Carmelo y no hace ahora a nuestro propósito, no lo digo.» [17]
Aquí la forma de la escritura se adquiere en la medida en que la progresión del significado se detiene. Dicho en otras palabras, se impulsa en tanto que los esfuerzos denodados de la actividad del alma expulsan, a su vez, un alto modo de negatividad semántica y sintáctica. Adquirir la forma de Cristo, bajo el amparo de la noche y con túnica, escudo verde y casaca roja, significa, según una vida mística, mantener en toda su amplitud y momentáneamente todas las potencias del significado y del no-significado juntas e inseparables. Palabra que destruye el sentido para hacer posible, en el sentido matriz de crear un lugar, la experiencia. Así como la luminosidad de la escritura de san Juan proviene de la noche, sus sentidos son operativos bajo la nocturnidad de aquello que configura toda la obra del santo: la salida. La mística de san Juan trata de expresar justamente el carácter doble de ese gesto en la escritura: la salida ausente que nunca hizo efectiva el reconocimiento de una presencia.
La escritura mística serpentea el sentido en aras de un peregrinaje incesante: es el recorrido y el signo de un sacrificio que Furio Jesi ha mostrado perfectamente como la necesidad del sacrificio en tanto que es «sacrificio de sí, puesto que implica el propio lenguaje personal, en los términos de la autobiografía mística.»[18]
De este modo, la forma del lenguaje que adquiere la expresión sanjuanista deshace, a su vez, la forma de cualquier significado. La escritura manifiesta aquí la presencia de un rostro silencioso, suspendido, de una palabra orante, de un cuerpo escritural cuyo impulso y eficacia transforma un espacio textual en un espacio escénico que anuncia un Ser, aquel que «no se coloca en la luz de otro, sino que se presenta él mismo en la manifestación que debe sólo anunciarlo, está presente como el que dirige esa manifestación, presente ante la manifestación que solamente lo manifiesta. La experiencia absoluta no es develamiento sino revelación: coincidencia de lo expresado y de aquel que expresa, manifestación, por eso mismo privilegiada del Otro, manifestación de un rostro más allá de la forma. La forma que traiciona incesantemente su manifestación -petrificándose en forma plástica, porque adecuada al Mismo- aliena la expresión del Otro. El rostro es una presencia viva, es expresión. La vida de la expresión consiste en deshacer la forma en la que el ente, que se expone como tema, se disimula por ella misma.. El rostro habla. La manifestación del rostro es ya discurso. El que se manifiesta, según la palabra de Platón, se socorre a sí mismo. Deshace en todo momento la forma que ofrece.» [19]
Notas
[1] Michel de Certeau, La fable mystique, Paris, Editions Gallimard, 1982, pág. 139.
[2] Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, Gredos, 1994.
[3] Michel de Certeau, op. cit., págs. 216-280.
[4] Jacques Derrida, Cómo no hablar. Y otros textos, Barcelona, Proyecto A, 1997, pág. 47.
[5] Para estas cuestiones, recurro al artículo de José Lara Garrido «La primacía de la palabra como música y memoria en San Juan de la Cruz», en Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz, J. A. Valente y José Lara Garrido (editores), Madrid, Tecnos, 1995, págs, 123-151.
[6] San Juan de la Cruz, Obras Completas, Madrid, Alianza Editorial, 1996, pág. 97.
[7] Michel de Certeau, op. cit. pág. 108. La cuadratura de la mística que presenta Certeau se inicia así en lo que denomina como «una erótica del Cuerpo-Dios». La técnica y la producción juegan un papel decisivo en lo que tienen de penetración verbal y sintaxis erótica, es decir, relacional.
[8] Michel de Certeau, op. cit., pág. 262.
[9] Edmond Amran El Maleh, «La mística y la pluralidad de las lenguas» en J. A. Valente y J. Lara Garrido, editores, Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz, Madrid, Tecnos, 1995, págs., 23-28.
[10] Maurice Blanchot, El paso (no) más allá, Barcelona, Paidós, 1994, pág. 62. Debo a la lectura de este libro soluciones que me han permitido abordar la escritura de san Juan de la Cruz desde otros lugares.
[11] Michel de Certeau, L’invention du quotidien, Paris, Gallimard, 1990, pág. 207.
[12] Op. cit. pág., 26.
[13] Jacques Derrida, La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989, pág. 315.
[14] San Juan de la Cruz, op. cit., pág. 175.
[15] Jacque Derrida, op. cit., pág., 45.
[16] Roland Barthes, El placer del texto y lección inaugural, Madrid, Siglo XXI, pág., 28.
[17] Fragmento citado en Nadine Ly, «La poética de los Comentarios (algunos rasgos lingüísticos)» en J. A. Valente y J. Lara Garrido, op. cit., pág., 232.
[18] Furio Jesi, «Símbolo y silencio» en Literatura y mito, Barral Editores, Barcelona, 1972, pág. 24.
[19] Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1997, pág., 89.