Uno de los terrenos más fértiles y más complejos para la literatura actual es el propicio y pantanoso, a la vez, de la autobiografía en cualquiera de sus formas: novelas autobiográficas, autobiografías noveladas, diarios, memorias, libros de viaje… Géneros memoralísticos todos ellos donde un yo real transforma experiencias vitales decisivas o insignificantes en escritura para acabar diciendo que el que yo que escribe no es el yo que existe. Con estos mimbres el escritor mexicano Julián Herbert (Acapulco, 1971) ha conseguido el XXVII Premio Jaén de Novela con Canción de tumba.
Los mimbres son aquí la historia del hijo de la prostituta Guadalupe Chávez, enferma de leucemia. Desde el hospital el hijo rememora su historia más íntima, sus afanes y deseos, sus amores y desvaríos, la historia rota de su familia y la de su país. Herbert entona su canción de tumba al lado de la moribunda, desde una infancia violenta y violentada por una madre que repite hasta la saciedad: “Tú ya no eres mi hijo, cabrón, tú para mí no eres más que un perro rabioso.”
Escribir esta novela debe de haber sido una experiencia desoladora, pero Herbert ha salido victorioso porque Canción de tumba es un texto que mantiene el aliento de la historia y porque sabe tejer los penosos pasajes vitales de la infancia con la búsqueda incansable por encontrar, en el propio texto literario, el modo propicio para contar su historia: “Escribo para transformar lo perceptible. Escribo para entonar el sufrimiento. Pero también escribo para hacer menos incómodo y grosero este sillón de hospital. Para ser un hombre habitable (aunque sea por fantasmas) y, por ende, transitable: alguien útil a mamá. Mientras no esté abatido podré salir, negociar amistades, pedir que me hablen claro, comprar en la farmacia y contar bien el vuelto. Mientras pueda teclear podré darle forma a lo que desconozco y, así, ser más hombre. Porque escribo para volver al cuerpo de ella: escribo para volver a un idioma del que nací.”
Otro de los impulsos que mantiene en vilo al lector es esta forma de narrar tan hiriente de quien se sabe perdido por el dolor más cercano y, a la par, más ausente: el narrador pergeña su historia bajo la piel de su propia desnudez. Narra a tumba abierta y está bien que se le reconozca. Querer ser otro es aquí el emblema más perentorio para poder dar cuenta de un infierno tan temido, como quería Onetti: la crueldad apacible, incompleta e imaginada de una sima que tiene la forma de un enigma: “Todo abismo tiene su canción de cuna.”
La novela está trufada de píldoras casi poéticas que consiguen detener el curso de la historia y llevar la narración al interregno del pensamiento: “Si te dedicas a cuidar a un enfermo, te arriesgas a vivir en el interior de un cadáver” o “La medicina paliaba el dolor, no la densa podredumbre”. Afirmando incansablemente el desarraigo de un narrador que se sabe vencido por el dolor ajeno, Canción de tumba dibuja el paisaje carcelario de la muerte que asola a Guadalupe Chávez y a un país herido por la prostitución, la droga y la corrupción.
Si en ocasiones la literatura sirve para que determinados escritores y lectores se evadan de su propia realidad, en esta ocasión ha sido esa realidad la que ha invadido el espacio literario para dotarlo de un significado agudo e inevitable sobre las postrimerías que, tarde o temprano, llegarán.