«Podemos decir que la lógica del sentido se manifiesta a través del mito: si ningún mito cantara cómo las cosas han advenido, lo sagrado permanecería sin manifestación. El mito es una expresión de esta convicción del hombre de que el origen y el propósito del mundo en el cual él vive hay que buscarlos, no en él, sino más allá del hombre. El mito es la expresión de la conciencia que el hombre tiene de no ser el señor de su propio ser.»
Paul Ricoeur
«Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores.»
José Lezama Lima
«La palabra poética es palabra dicha contra la muerte»
José Ángel Valente
La tragedia de Antígona es el reconocimiento de libertad, pues lo encerrado allí ilumina un nuevo principio, lo que María Zambrano llama un nuevo despertar de la conciencia:¿No podría abrirse por la palabra el abismo de un espacio nuevo, un lugar remoto que sea guía, germen o memoria? En el país de los vivos Antígona fue aprisionada por el vía crucis de esa palabra que apenas sí pudo pronunciar. Fue palabra mortal, sin luz: palabra perdida, sin trascendencia para la ley de la ciudad. Por eso la soledad de Antígona, las entrañas de sus sombras, tiene las ruinas del pasado, el peso de la historia familiar, un sentido superior de los hechos que alienta su vida.
«Pues que el amor y su ritual viaje a los ínferos es quien alumbra el nacimiento de la conciencia.»[1]
Y desde ese «allí»- entraña de uno mismo- una necesidad inexorable por atravesar, aunque sea con gesto herido, el lugar virgen custodiado por el orden, las reglas y la ley.
Para Antígona no está en juego la vida, sino el ser. Debía por ello rendir, desde un íntimo y secreto imperativo, las honras fúnebres al cadáver de su hermano. Pero para ello debía igualmente cruzar la ley y la ciudad: entraría en el reino de los muertos, siendo su culpa haber usurpado el reino de los vivos. Se desencadenaba así un doble conflicto, el círculo oscuro y la crueldad de aquel que guardaba celosamente la ley: las nupcias fatales de vida y muerte, de culpa y desconocida justicia. Una tarea para la que Antígona sólo conoce la pasión inédita, pura:
«No he nacido para compartir el odio, sino el amor.»[2]
Estas palabras de la tragedia del autor griego pertenecen al centro mismo lo trágico, la profesión de fe en la escena de lucha, el pilar que sostiene la acción de Antígona. Pero son también, en toda la obra de María Zambrano, el punto desde donde irradia su nueva recreación, el pensamiento inicial que provoca el emerger de esa conciencia y de esas palabras casi no pronunciadas en la obra de Sófocles. Y ese amor del que habla Antígona abarca también la piedad («No hay deshonra en practicar la piedad con los nacidos de las mismas entrañas»[3]), rompe con su sacrificio la historia abriendo así «una nueva posibilidad temporal, una nueva órbita de libertad.»[4]
El espacio que media entre el amor y la piedad es un espacio desierto que, por la ley de la ciudad, nadie debe hollar, un espacio que será memoria anulada para aquel que lo traspase, un espacio que Antígona, al fin, reclama para sí desde la palabra y el llanto. Una tierra delirante que la heroína de María Zambrano pronuncia y sólo pronuncia, porque ésta no se resigna al final que Sófocles había reservado a la tragedia: Antígona no puede darse muerte, no sin antes haber madurado la tragedia en su garganta, el sentido de su sacrificio y el despertar de la propia voz:
«Estoy aquí en las entrañas de piedra, ahora lo sé, condenada a que nada nazca de mí. Virgen era, me trajeron no a la tierra, a las piedras, para que de mí ni viva ni muerta nazca nada. Pero yo estoy aquí delirando, tengo voz, tengo voz…»[5]
En ese tener voz se sitúa esta recreación de María Zambrano desde la obra de Sófocles. Antígona debía antes de morir hablar por el mythos y por el lógos , desde una acción impulsada y conquistada con una palabra «que no se petrifica en el espanto.»[6]
Desde ese lógos – la palabra casi no pronunciada- ahora María Zambrano las pronuncia del todo para decir que no es en vano, que su sacrificio configura ese acto creador, que con su derrota cristaliza también su libertad.
Porque Antígona con sus actos da existencia, posibilidad abierta de un locus, a esa nueva posibilidad temporal: la tumba, la cámara nupcial, la subterránea morada, cubiertas las tres por la palabra dicha no en sueños, sino en el despertar.
“Para llegar a cumplir el sentido total que la simbólica figura contiene, Antígona tuvo que llegar a la palabra: Tuvo que hablar, hacerse conciencia, pensamiento. Porque la palabra, más que los hechos, marca la altura de la heroína; la acción pudo haber sido realizada, como todas, en sueños; la palabra garantiza que su acción se dio en el despertar.»[7]
Si para María Zambrano escribir es defender la soledad en que se está, acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, la tragedia de Sófocles configura la deconstrucción de ese extrañamiento vital para leer ambas obras. El extrañamiento furioso de una contaminación (la culpa heredada: «La historia, ¿cuál?, ¿la de mis padres, la de mis hermanos, la de la Guerra o por la de un principio?»[8]), de una paz que sólo puede encontrar y, sobre todo, ir en su búsqueda, a través de la muerte. De un extrañamiento que pone en funcionamiento los resortes de la maquinaria trágica: el aislamiento del personaje que elige y es elegido, que es movido por el amor, pero que reclama un espacio para la piedad. Así, el intento de Antígona es el intento de mediar entre lo mortal amante y la piedad divina. En ese abismo que separa lo humano y lo divino cobra expresión el mito, la trágica acción que elige la propia fatalidad, la superficie de un equilibrio que ni existe ni puede existir. La acción de Antígona es, a la vez, creadora y autodestructora. Corresponde a la ambigüedad y espíritu contradictorio de una palabra empleada por Antígona como aquella que quiere mostrar lo que no se puede ver, enseñando lo que no se puede aprender, haciéndose cargo de un destino que sólo ella puede abrazar:
«El alcanzar este destino no me causa dolor alguno.»[9]
Nadie puede construirse sobre ella porque con ese destino se lleva también cualquier posibilidad de construir un espacio posible. Sin embargo, la Antígona de María Zambrano reclama para sí el establecimiento siempre errante y confidente de la última entraña de la tierra, el polvo por el que fue condenada. En ese espacio, la patria, la casa propia, puede, convertida en memoria, «reparar en sí misma.»[10] Si en la obra de Sófocles Antígona se encamina hacia el hades sin ser llorada por sus seres queridos, en La tumba de Antígona, al verbalizar esa dolorosa conciencia, llora cuando se acuerda de ella, cuando se ve, cuando se siente.
Toda la obra de María Zambrano reelabora, efectivamente, el mito desde la angustia de un lenguaje que no quiere liberarse sin realizar su proyecto. La piadosa Antígona aparece aquí arropada con los vestigios de su soledad. Antígona afirma la escritora del destierro, en realidad, «nada sabía de sí misma, ni siquiera que podía matarse; esta rápida acción le era extraña y antes de llegar a ella tenía que entrar en una larga galería de gemidos y ser presa de innumerables delirios». Son esos gemidos y delirios los que vehiculan las palabras de Antígona, dialogando con Edipo, con la nodriza, con la sombra de la madre, con la harpía, con la hermana y con los hermanos, con el esposo, con Creón y, tras un largo monólogo, con los dos desconocidos. Todos estos diálogos guardan especial relación con las palabras que Antígona pronuncia en la obra de Sófocles, palabras George Steiner condensa perfectamente:
«… de manera espectral pero segura, el lenguaje de Antígona pertenece al ideal.”[11]
Frente a ese lenguaje ideal, Creonte se presenta desde el ámbito de la ley, encarna lo formal que hace transparente «la sobriedad propia de Juno»[12], y que se enfrenta a lo informe, la ciudad sin ley. Y entre esos dos lenguajes se produce el enfrentamiento de máximo desequilibrio. Hölderlin comprendió muy claramente que en ese momento Antígona «debe aferrarse de la manera más estrecha a sí misma, debe atenerse a su identidad con la máxima firmeza.»[13]
La tumba de Antígona sigue fielmente esta propia identidad, un conjuro: perecer si es necesario, pero mantenerse en lo propio. En su diálogo con Creón Antígona, liberada sin interrupciones, reafirma sus hechos, pero desde la alteridad:
«Ya no pertenezco a tu reino.»[14]
El discurso de Creón, conciliador y abierto a que Antígona regrese, es un registro épico, propio de aquel que está en la guerra. Pero Antígona rechaza el mero enfrentamiento, la lucha cuerpo a cuerpo: sólo pretende un último encuentro con todos los personajes que pueblan su pensamiento delirante allí, en la cámara nupcial. Porque aquí es donde encontramos el regreso posible de Antígona: en la memoria. En la obra de Sófocles las verdades de Creonte no tienen respuesta, o sólo la tienen por boca de Antígona. Nadie en la obra trata de refutar las palabras de Creonte: su discurso es histórico, temporal. Las intervenciones de Antígona no hallan preguntas. Ahora Antígona las plantea, son el grito visceral antes de que uno se consuma.
Las últimas palabras de Antígona tienen por respuesta el silencio, ni Creonte, ni el coro, sólo «los huéspedes que moran en el mundo de la noche»[15]escuchan sus argumentos. En La tumba de Antígona se cierra el círculo completándose con las palabras a los que moran en el reino de los vivos.
En la tragedia de Sófocles se engendra y se pone en acción el rito de la muerte, la sintaxis sombría de una cámara sin luz: Antígona ni pertenece a los vivos ni pertenece a los muertos. Su acción ha desencadenado otras acciones, «su piedad ha cosechado los frutos de la impiedad.»[16] En la obra de María Zambrano se engendra el canto de la muerte, la posesión de sí misma ante el destino. Acepta la tierra árida de su condena:
«Eso es el destierro, una cuesta, aunque sea en el desierto (…) Y hay que mirar, claro, a todas partes, atender a todo como un centinela en el último confín de la tierra conocida. Pero hay que tener el corazón en lo alto, hay que izarlo para que no se hunda. Y para no ir uno, uno mismo haciéndose pedazos.»[17]
Con estas palabras Antígona está situada en ese confín de la tierra que marca el límite y el cerco desde donde entabla los delirantes diálogos: María Zambrano niega la muerte a Antígona reclamando para ella vida y voz que desate la lengua para viajar con la palabra. Y con ello, como indica Valente, «fuerza la autora el texto de Sófocles hacia sí mismo.»[18] Antígona está destinada a ningún lugar, y esa es su condena, ni la vida ni la muerte:
«¡Ay, desdichada de mí!, que no comparto la moradai con los hombres, ni con los cadáveres, ni con los vivos, ni con los muertos.»[19]
En el trágico griego ya tenemos, pues, la idea del tránsito que María Zambrano recorrerá en toda su extensión:
«Se le dio una tumba. Había de dársele también tiempo. Y más que muerte, tránsito.»[20]
Se le da una tumba. Antígona, desterrada viva sin hermano y sin nupcias, ocupa su espacio que sólo a ella le corresponde, el encuentro con la ley secreta de su íntima inquietud: el poder sólo en la medida en que va hacia ese lugar – la palabra en el bosque -, donde la facultad de pronunciar y de hablar parece prometérsele a condición de que en la cámara nupcial desaparezca.
Claridad y silencio, senderos en la espesura del bosque, que sólo la palabra que permanece inviolada en el delirio es capaz de resistir. Palabra que en su dialogar no puede convertirse en pasado (pues los suyos, por los que muere silenciosa, ni le guardan ni le custodian), y para la que no existe futuro (pues para lo venidero no posee ni soledad):
«… se hace en torno suyo un vacío hasta entonces desconocido; la ciudad no le acoge; no encuentra lugar alguno ni entre los vivos ni entre los muertos: se revela su soledad.»[21]
Para María Zambrano la tumba es, pues, el claro del bosque, un espacio revelador para Antígona no de su pasado, no de su presente: el espacio de revelación, del olvido que proporciona un tiempo nocturno. Un sacrificio vivificante que lo es a través de la palabra poética.
Hacer surgir la tierra desde sí, retroceder es para Antígona avanzar. Fundar una tierra cultivada, consumirse en la desprotección de lo absoluto, de lo más alto posible: el abismo de un tiempo de sacrificio. Antígona no huye de su propia salvación, sino que instaura el sentido supremo de aquella nueva conciencia que el sacrificio encarna. Instaura el pensamiento efectivo, la aprehensión serena de un estado receptivo fundado desde lo permanente de la palabra, y cuando esta es angustiosa, el llanto. La desprotección de Antígona en la «cámara nupcial» sólo a ella le pertenece porque ese región sombría que ha elegido es la misma que su decir le congrega; es decir, no podemos separar su acto en sacrificio de su acto en palabra. Su elegir es, para María Zambrano, su poder decir: palabra, llanto y voz. Esos son los tres ámbitos que Antígona es capaz de abrir desde lo interior, desde su voluntad más firme. A cada uno de ellos le corresponde su lugar fundamental: tierra, abismos y cielos. Ya no sólo abre lo individual de su sacrificio, sino que ofrece carta de presentación a todos los lugares de la conciencia más amplia:
«El sacrificio sigue siendo el secreto resorte del mito; y su acción ha de cumplirse- ávidamente- en los tres mundos: en la tierra, en los abismos y en los cielos. Y es en lo íntimo de ese sacrificio donde Antígona oficia su llanto.»[22]
Antígona engendra su mito a partir del tiempo de su espera que se multiplica de la nada gracias a la palabra. Y para todo ello, una ley absoluta: su mito es el alma de su acción y de su amor. Sólo puede actuar sabiendo que se dirige hacia su fantasma, su propia oscuridad. No puede amar sino aquello que ha creado. ¿Por qué la inquietud en la atracción de la nostalgia, la vocación y la acción?
[1] María Zambrano, Senderos, Anthropos, 1986, p. 205. Ese ritual viaje a los ínferos sería para la exiliada escritora, como dice en una entrevista, «un gozoso y penoso descubrimiento mío: la mediación con los ínferos. Yo no creo que se pueda ascender sin dejar algo abajo.»
[2] Sófocles, Antígona, Editorial Labor, 1993, p.44.
[3] Ibid. p. 42.
[5] María Zambrano, Senderos, p. 229-230.
[6] María Zambrano, Claros del bosque, Seix Barral, 1977, p. 90.
[7] María Zambrano, «Edipo y Antígona» en El sueño creador, Madrid. Turner, 1986, p. 88-94.
[8] María Zambrano, Senderos, p. 237.
[9] Sófocles, Antígona, p.40.
[10] Maria Zambrano, Senderos, p. 201.
[11] George Steiner, Antígonas. Una poética y una filosofía de la lectura, Gedisa, Barcelona, 1996, p.88.
[12] Hölderlin, citado por Steiner en Antígonas, p. 68.
[13] Hölderlin, citado por Steiner en Antígonas, p. 75
[14] María Zambrano, Senderos, p. 255.
[15] George Steiner, Antígonas, p. 212.
[16] Ibid. p. 213.
[17] María Zambrano, Senderos, p. 260.
[18] José Ángel Valente, Las palabras de la tribu, Tusquets Editores, p. 199.
[19] Sófocles, Antígona, vv 851-853.
[20] María Zambrano, Senderos, p. 205.
[21] María Zambrano, Senderos, p. 212.
[22] María Zambrano, Senderos, p.203.