Llamarse Mario Orlando Brenno Hardy Hamlet Benedetti y casarse con Luz López Alegría es motivo suficiente para creer en la tenacidad sustantiva y en la felicidad luminosa. Para este uruguayo de fe insobornable que cumple 85 años su trayectoria vital y literaria ha transcurrido en la tenacidad, aunque no siempre se ha visto flanqueada por la alegría.
Educado en la Deutsche Schule de Montevideo aprenderá de la científica educación alemana que la puntualidad y el trabajo son el pan nuestro de cada día. Abandonó esta escuela porque un mal día le obligaron a formar con el saludo nazi. Estudio pocos meses en el Liceo Miranda para descubrir que en realidad siempre quiso ser un autodidacta empedernido. En 1934 entró en la Escuela Logosófica, cuyo hermético dirigente, Raumsol, le ofreció ser su secretario privado. Aceptó, pero durmió entre chinches, pasó frío, comió poco, leyó mucho y supo que debía abandonar a semejante lunático si quería abarcar una vida literaria y vivir de ella. Le ha costado más de ochenta publicaciones, escribir todos los géneros, no pocos sufrimientos, miles de exilios y amigos muertos por el brazo armado de las dictaduras latinoamericanas.
Tiene todavía hoy una preferencia trivial por las albóndigas y un miedo atroz a las nueces que le provoca una traicionera alergia. Precoz enfermo de tifus que derivó en un cuadro asmático crónico –como su admirado Proust o como el viejo Lezama Lima-, Benedetti contará sus odiseas respiratorias en “El fin de la disnea”. Allí relata la aparición de un remedio definitivo que vencerá el asma, el Cur-Hinal, un líquido milagroso que solventaba para siempre las muertes prematuras que cualquier asmático padecía, “la única enfermedad que requiere un estilo”. Todo Uruguay llamó a Bendetti para solicitar en qué farmacia podía encontrar semejante panacea. Supo desde ese momento que la vida se tornaba literatura y la literatura, crónica anunciada de un alegría respiratoria.
Trabajó ocho horas al día desde los catorce años en la importadora de repuestos para automotores Will L. Smith, S.A., y más tarde en la Industrial Francisco Piria, S.A., en el Contador General de la Nación, en la Comisión Nacional de Educación Física, en la federación de Básquetbol del Interior (¿debo seguir?), para saber que lo que su biógrafo Mario Paoletti ha llamado “el Universo Oficina” es en realidad la fuente de la que bebe toda su literatura: como el escribiente de Melville, intuía que el tedio del oficinista puede provocar un cuento o la luz en un poema. Y siguió esa senda y encontró un pueblo ansioso de leerle. Cumplió con su cuota de solidaridad ayudando en granjas, recogiendo papas, café o cocos. Y piedras con las que religiosamente ha construido poemas que ofrecen el testimonio de la triste y gris burocracia de la clase media. La forma sencilla, franca y coloquial de toda su obra poética tiene su origen en la admiración que sentía por la poesía de Baldomero Fernández Moreno y Antonio Machado. La suya es una poesía estremecedoramente cómplice que toca la mano del lector y lo acompaña y le crea un sentimiento que desconocía. Hay poemas de Benedetti sin los que no es posible vivir, como “No te salves”.
Algunas de las letras de esos poemas han sido rescatadas por cantautores como Alberto Favero o Nacha Guevara, pero alcanzarán el cielo de la popularidad y las mieles del éxito gracias a El sur también existe con Serrat y A dos voces con Viglietti. Sus textos han sido llevados al cine en numerosas ocasiones y él mismo se puso frente a la cámara recitando en un alemán parsimonioso un poema suyo en El lado oscuro del corazón de Eliseo Subiela.
Albricias entonces para sus lectores, albricias para la literatura, para un mundo al que siempre le ha tendido una mano comprometida y una voz crítica, no exenta de polémica. Albricias para este escribiente cómplice infatigable y taquígrafo de una conciencia nítida, amigable. Benedetti, sin tregua y con nostalgia: gracias por el fuego.