Con La ilusión de los mamíferosel argentino Julián López (Buenos Aires, 1965) ha escrito una novela caleidoscópica, una ficción abarrotada de cristales rotos que tratan de dibujar el contorno narrativo de un poema de amor leído parsimoniosamente domingo tras domingo y susurrado al oído del lector como si fuera “… un futuro de cumplimiento casi seguro que llega desde un hueco.” (pág. 162) En otro términos: López ha querido –y sabido- mostrar los entresijos de una relación amorosa entre dos hombres desde el absoluto convencimiento de que esa ilusión, además de estar sostenida por la soledad y la liviandad, es sintáctica, estilista y dibujada con la fuerza tremebunda de una “fantasía [que] recorta perfectamente lo que ya no existe.” (pág. 60)
Que los contornos de este texto estén dibujados desde la mirada hacia el otro -“Estar con vos fue la manera más hermosa de mí” (pág. 36) o “Qué aburrimiento mortal ser uno mismo, quién podría preferir la ilusión de conocerse a la posibilidad de que ese conocimiento o esa confusión vengan de la ciénaga oscurísima del choque con otro.” (pág. 27)- es quizá uno de sus mayores logros. Una mirada de sí como la mejor forma de conocer al otro; la mirada sobre el otro como la mejor forma de perpetuar el aforismo griego del “conócete a ti mismo”. Y todo porque la voz narrativa que da cuenta de cómo la relación amorosa se cuela los domingos en Buenos Aires o en Berlín es también la misma que se encuentra con el padre en un geriátrico o con la “gran abuela” (pág. 96). Páginas de una belleza, dicho sea de paso, que tienen algo de increíble.
Hay en esta novela una ‘unidad del lenguaje’ (por decirlo con el Roland Barthes de El grado cero de la escritura) que abruma y que ofrece de cara una ética de la escritura entendida como la entrega total de cuerpo, alma y voz: todo en este texto está supeditado a ese gesto. La voz es la palabra amorosa descarnada que tanto es capaz de nombrar la melancolía de las tardes como la pura sexualidad en carne viva. Julián López sitúa ahí -y no en otro lugar- esa ética total que mira cara a cara al presente -“Dormir juntos era también la suspensión, el recuerdo contra la desesperanza. Dormir juntos era la suspensión, la inconsciencia y el sueño, el presente deslizándose sin remedio.” (pág. 39)- y que apenas nombra el pasado. Esta novela gana al lector por la fruición con la que el narrador opera con los detalles y que juegan hasta decir basta con la voluntad precisa de estar con el otro. Un estar con el otro que es la única manera de estar con uno mismo: “Estar con vos también es la ciudad agnóstica que construí por devoción en medio de un desierto, toda cuadrícula es la forma de una devoción, detenerse en un lugar y obligarse a la misma perspectiva por un buen tiempo, hasta que la ciudad arda sitiada, hasta morir en ella, hasta que ahí ya no quede nada y haya que echarse otra vez a la ruta.” (pág. 169)
Lo notable de La ilusión de los mamíferoses el modo en que el sujeto amoroso habla del otro hacia sí mismo. O de cómo habla en sí mismo hacia el otro para “probar la delectación de la mentira, la construcción de una mentira sagaz sostenida por la verdad de un anhelo apasionado, la verdad de un espíritu inflamado, la verdad de la hipérbole como antídoto a la exasperante quietud de ese tiempo en que la adultez era una promesa de aventura que tardaba demasiado.” (pág. 19)
Porque queda anclada en los vientos constantes de la Historia es esta una novela sin tiempo fijo -“Voy a mirar el sol del atardecer fijo y de frente como si mirara al último león de una manada que atravesó la Historia.” (pág. 172). La ilusión de los mamíferos se aloja en el reducto inviolable de lo insignificante. Eso es lo estructural de este amor narrado como una confidencia leída a plena luz del día.