Desde la primera vez que Guillermo Cabrera Infante pisó La Habana proveniente de su Gibara natal supo para sí que convertiría esa ciudad en su mito personal, en su recuerdo imborrable. Había nacido una literatura destinada a consagrar una ciudad, como lo fue la obra de su admirado James Joyce con respecto a Dublín o la de Kafka con Praga.
Escritor visionario con miles de voces consideró la escritura un tour de force cuyas reglas debían ser parodiadas hasta la extenuación. Si hay alguna palabra que define la obra de este escritor que se miró en el espejo del cine esa palabra es parodia. Todo merecía para este genio furioso del lenguaje ser parodiado. Nada ni nadie quedaban excluidos de esta fiesta del lenguaje. En más de una ocasión había declarado: “La parodia es el estilo gráfico… Todos debíamos hacer parodia: parodiar por odiar, parodiar para no odiar. Debíamos vivir en parodia, estado de sitio incómodo para los que hablan en prosa y no lo saben. La parodia es una forma del delirio de persecución: perseguir un modelo hasta hacerlo delirar o tocar la lira.” Sus modelos fueron el cine, la literatura, especialmente la inglesa, la música y su isla.
Cabrera Infante fue un excelente cuentista. Empezó su carrera literaria con una colección de cuentos (Así en la paz como en la guerra, 1960), y volvió sobre ellos en obras como Delito por bailar el cha-cha-cha (1995) o las viñetas de Vista del amanecer en el trópico (1974), pero su memoria personal más extraordinaria la plasmó en dos enormes monumentos a la lengua llamados Tres tristes tigres (1967) y La Habana para un infante difunto (1978). Con estas dos novelas inventó no sólo una ciudad construida de pura materia verbal, sino que edificó esa casa de palabras con un oído único para captar las distintas versiones y variantes del habla popular. La noche, la música, el descubrimiento del sexo, el erotismo, la conversación infinita, los juegos de palabras, el cine, la traducción, el virtuosismo irreverente, el humor lingüístico son el leimotiv de su escritura. Dedicó todos sus esfuerzos literarios a edificar una obra capaz de sostener el destino trágico de La Habana, destino que había previsto en el mismo momento en que la abandonó tras asistir a los funerales por su madre. No le hizo, no le ha hecho falta regresar, porque convirtió a su ciudad en su personaje más glorioso. Supo que esa Habana que estaba viendo por última vez estaba a punto de desaparecer y quiso fotografiarla. Su literatura es entonces el esfuerzo denodado por dibujar en la página en blanco el negativo del mapa de la ciudad.
De su pasión por el cine quedan dos volúmenes: Un oficio del siglo XX (1962) y Cine o sardina (1997) en los que recogió sus críticas aparecidas en la revista Carteles y sus comentarios personales sobre una pasión indestructible. Si alguna literatura privilegia lo visual esta es la de Cabrera Infante. Más que representar sus textos presentan un largo y pausado travelling cinematográfico.
En su literatura el lector es siempre el verdadero protagonista, el lugar hacia el cual dirigía toda su atención, seguramente porque, como Borges, más que de las páginas que había escrito se había enorgullecido de las que había leído. Consideraba al que está al otro lado de la página un personaje más de sus novelas, una máscara inteligente hacia la cual debe dirigirse la propia inteligencia del escritor. Una furiosa inteligencia que trató de dibujar -hasta la extenuación- en el rostro del lector la mueca imborrable de una sonrisa, acaso una carcajada.
De su literatura queda una fuerza endiablada, una pasión irrefrenable, una creencia casi mística en el valor de cada palabra. Cabrera Infante hubiera dado la vida por una palabra, por un juego de palabras, por una onomatopeya, por un pun. Su literatura, como la de James Joyce, como la de Laurence Sterne, como la de Quevedo ejemplifica la escritura excesiva, digresiva, dialógica capaz de dar la vida por una buena conversación.
Con Cabrera Infante desaparece no sólo un escritor único e irrepetible, un escritor capaz de cambiar en cada nueva obra de registro, un escritor con una imaginación infinita, sino que desaparece un escritor trágico, aquel que sabe que la vida es pura comedia.