Me apresuro a confesar que no he leído El anatomista (Planeta, 1997), novela con la que Federico Andahazi (Buenos Aires, 1963) ganó el premio de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat y que, por tanto, mi primera aproximación a la literatura de este escritor argentino es la lectura de El Príncipe. Vaya eso por delante.
Pero ello no es ápice para poder informar y mostrar al público lector cuáles son los logros y, si los hubiere, las deficiencias de este joven autor argentino. La novela que nos ocupa relata la vida y milagros del Hijo de Wari, el diablo, que preside la vida del pueblo devoto, sostenida bajo las falsas y siempre incumplidas promesas de prosperidad. El recorrido se inicia con el relato fantástico (cuando no surrealista) de su ascensión a no se sabe dónde. Le sigue la crónica de su nacimiento hasta ese día en el que, ante la multitud agolpada en la plaza, eleva el vuelo y desaparece. Por último, y tras conocer “el reino de las sombras” y “el reino de las luces”, asistimos al deseado regreso. Su fama crece no tanto por su presencia sino por las ausencias que provocaba en la población.
Bastarían el primer párrafo de esta novela (de página y media: “En las gargantas de cobre y cartón destartaladas de los parlantes de los taxis errabundos como perros…; en la ciudad indefensa bajo un cielo negro que se cernía como un ultimátum, algo todavía indecible habría de ser anunciado”) y la narración última del regreso del Hijo de Wari (también de página y media y de una sobriedad envidiable: “Aquel hueco en el mapa, aquella nada hecha de vergüenza pronto fue cubierta por el piadoso manto del mar y el sudario del olvido”) para catapultar a Andahazi, como a su héroe, de la plaza literaria hacia tampoco se sabe qué lugares, pero les aseguro que cercanos a las constelaciones de los autores que serán reconocidos. Cuanto menos, yo le reconozco el nada despreciable mérito de haberme subyugado, en un tono ciertamente apocalíptico, pero que no desborda en ningún momento al novelista ni al lector. Es evidente, por otro lado, que Andahazi ha cuidado especialmente el registro lingüístico, el tono que iba a contaminar toda la narración. Porque la elección es aquí (entre tantas escenas e imágenes que rayan lo fantasioso) de vital importancia. Convertir a todo ello en una narración verosímil es, sin duda, su virtud más destacada.
Es difícil considerar El Príncipe un libro político y si la cita de Maquiavelo que abre el libro puede hacer pensar lo contrario, uno preferiría imaginar que lo político ayuda a transitar, si se quiere, los sentidos alegóricos que la novela despierta. Las analogías siempre son posibles, pero estamos ante una obra de ficción muy conscientemente construida y que nos permite, entre tanta novedad, leer tranquilamente los inicios de una trayectoria, quizá, de la largo recorrido.