El mundo narrativo de Luis Sepúlveda (Ovalle, Chile, 1949) sigue un curso, guste o no, exigente. Su nombre y su literatura están unidos por un título, Un viejo que leía novelas de amor (Tusquets, 1993), que puso en marcha un sonoro éxito de ventas, que se tradujo a catorce lenguas y, lo que es más importante, que obtuvo la rendición de cientos de lectores ganados para siempre por la lectura de esa novela. Para este militante del movimiento ecologista, tripulante del Greenpeace, viajero incansable por Europa, África y América y conocedor como pocos de no se sabe qué mundos exóticos, la literatura es el lugar idóneo en el que volcar las propias vivencias, siempre tamizadas por el poder de la ficción y de las palabras. Con esa novela, con Mundo del fin del mundo o con su libro de viajes Patagonia Express, Sepúlveda ha conseguido construir un universo literario absolutamente singular, confundido en ocasiones con el alegato ecologista. Son textos que están poblados de escenarios exóticos en los que se sitúan personajes capaces de nadar a contracorriente y que según sus propias palabras “se ha separado del realismo mágico y se plantea, de una manera creíble, la magia de la realidad”.
En Hot Line Sepúlveda nos presenta a un detective de origen mapuche, George Washington Caucamán, conocido como “gatillo ligero”, que tras un lamentable disparo al hijo de un general, es enviado definitivamente a la capital, “aquella ciudad rodeada por símbolos de invierno”, porque su vida corre peligro. Allí deberá hacerse cargo de la unidad de delitos sexuales. Sus investigaciones le conducirán a un mundo de terror en el que las torturas de la dictadura de Pinochet parecen gobernar el país.
La acción se desarrolla en un presente acuciante, en una inteligente mezcolanza de relato detectivesco con ingredientes aventurescos. Sepúlveda ha construido un relato lineal, sin nada que enturbie la lectura continuada de un texto seductor, más allá de la acción que desarrolla. En universo narrativo sin fisuras, sin juegos ambiguos en lo que atañe a la moralidad, Sepúlveda alcanza en determinados momentos una sobriedad lírica envidiable, en lo que parece aparentemente sencillo: “Las aguas color acero del Pacífico que se internaban por el fiordo hasta el corazón de la Patagonia le llevaban el enigmático llamado de los delfines, y al verlos rasgar el aire en saltos prodigiosos cuya razón nadie se ha explicado jamás, sentía que la muerte era una circunstancia más del infinito ciclo que da origen a todas las cosas, y que ninguna empresa cometida, por muy grande que fuera, merecía el castigo de la inmortalidad.” Es de agradecer que Sepúlveda nos haya entregado un texto que en ningún momento quiere ser más de los que es: un relato muy calculado, con una prosa límpida, efectiva, capaz de transmitir fielmente una historia sencilla en un género que domina cabalmente.