Hay libros que hieren, que dirigen toda su fuerza expresiva, toda su terrible soledad hostil hacia la soledad del lector que, indefenso (como debe ser) recibe el golpe una y otra vez a ambos lados del estómago. Esos libros no entretienen, no sirven para sentirse mejor con uno mismo, no ayudan a conocerse, no alcanzan grandes cifras en número de ventas. Pocos son los que los compran, menos quienes los leen. Pero si algún avezado lector -insensato- lee La Rambla paralela de Fernando Vallejo, este biólogo-gramático-escritor que tuvo a bien sacudir el panorama de la literatura en lengua castellana con obras como El río del tiempo (Alfaguara, 1999) o La Virgen de los Sicarios (Alfaguara, 1994), comprobará lo que estoy diciendo. Un libro sobre la muerte y cuyo protagonista es un muerto que vive, que habla, que viene a Barcelona para participar en una feria del libro, pero que esconde el deseo último de alcanzar la paz en algún lugar. Vallejo es insobornable: ni la muerte tiene a dónde ir. No hay descanso ni para los vivos, lo va a haber para los muertos.
La dicción de esta novela es ejemplar, siguiendo la estela de las anteriores. Es la de un escritor cuya pluma se mantiene firme ante todo y ante todos. Aquí no descansa nadie. Ni el narrador porque arremete una y otra vez contra el orden establecido -o por establecerse- con una crudeza que podría recordar a Lautréamont. Ni el lector porque recibe tal cantidad de angustia, nunca como meros exabruptos, que la lectura parece convertirse en una acto demoníaco. Esta parece ser una de las motivaciones del libro: la violencia de la escritura sí tiene un sentido, aunque haya que atisbarlo en el estómago. Estamos preñados de muerte y solo la muerte es salvífica. Una muerte que tiñe todos los pasajes de La Rambla paralela. La crudeza con la que Vallejo escribe reclama para sí que el lector distraiga para siempre cualquier prejuicio. Esta novela deja entrever que la literatura no cede y que Vallejo menos. Una obra dantesca.