Si hay que salir de La Habana mejor hacerlo de la mano de un bolero. El lenguaje del bolero –ha dicho Iris M. Zavala- no cura de ninguna manera de la desgracia, de la traición, ni de los celos, ni del olvido. Pero por lo menos parece atendernos en la distancia.
Roger Salas (Holguín, Cuba, 1948) ha escrito una novela, la primera, memorable en muchos sentidos. Memorable porque es una odisea contra el tiempo. La novela, escrita hace treinta años, tuvo que ser dividida “en dos sospechosos paquetes sin rotular” para poder salir de Cuba. Salas pudo reunir los fragmentos en 1982. Memorable porque el autor muestra un dominio prodigioso del idioma de los barrios bajos, a la estela del de Cabrera Infante quien, por cierto, prologa el libro. No conozco La Habana, pero este libro, como aquel otro igualmente memorable, me han permitido escucharla. Memorable, digo, porque Salas construye una novela híbrida, capaz de construir un texto únicamente de fragmentos, cuya intención no es mostrar resultados, sino procesos, ritmos, pero sin negar la voz a Chicherecú, personaje que trata de escribir una novela-retrato de Florinda “quebrada, irregular, escrita a saltos.” Memorable, por último, porque el fresco narrativo es endiabladamente poderoso, subyugante.
El lector ha asistido a una travesía verosímil y en ocasiones con una fuerza lírica soberbia (“Florinda se volvió una vez más: nada. Lluvia.”). Nos diríamos capaces de tocar a esa cantante de boleros: hemos podido casi olerla, saborearla. Florinda y los boleros de cristal es una narración, cómo no, plenamente caribeña, sensual, donde los ritmos se entrecruzan. El texto se nos ha convertido en un puro espectáculo a ritmo de bolero, aquellos “boleros de cristal [que] tienen dentro todas las melodías y todas las quejas, todas las caras y todas las heridas.”