Que el nombre de Silvina Ocampo quedara inscrito durante mucho tiempo al de Jorge Luis Borges y al de su marido Bioy Casares no es motivo suficiente para cubrir su nombre con el polvo añejo del olvido. Junto a ellos perpetró esa Antología de la literatura fantástica en 1940 que dio tanto que hablar. Y todavía más: inevitablemente se asocia su nombre al de su hermana, Victoria Ocampo, fundadora en 1931 de la revista Sur. Pues ya es hora de que se restablezca no la memoria perdida y la efeméride puntual, sino el valor secreto de la lectura de sus cuentos. Que sean sus relatos quienes levanten una legión infinita de excéntricos lectores a los que no les importe una literatura impulsada por la más severa de las realidades y por la más cotidiana fantasía.
Esta Antología esencial viene a cubrir un vacío en verdad insultante. Los cuentos de Ocampo están fabricados con la materia más frágil, el sueño, y envueltos infatigablemente con la ironía más cruel. Si aderezamos todo ello con el hielo de la infancia –lugar al que una y otra vez conquista- se tendrá una imagen cabal de su literatura. Sus cuentos gozan de una voz que tardó en cuajar pero que son inconfundibles. En el prólogo a este volumen Edgardo Cozarinsky cita una palabras de Borges que definen bien a las claras una sensación que recorre todo el libro: “ese extraño amor por cierta crueldad inocente, u oblicua.”
Hay cuentos, créanme, dolorosos, de esos que te hieren levemente como si fuera un trozo de hielo en forma de cuchillo el que te atravesara el intelecto. Hay inicios sobrecogedores (“El día que me muera caerán de mis ojos lágrimas y de mi boca palabras. Nunca se contradicen.”); hay finales asombrosos, un eco de Mallarmé: “Quisiera escribir un libro sobre nada.”
Aquellos que no conozcan a Silvina Ocampo tienen ahora una ocasión sobresaliente para acercarse a una contadora de historias ejemplar y a una poeta, incluida en esta antología, que dejó escrito: “Mañana tendré miedo de presagios.”