Con Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) sí se juega y con estos Jardines de Kensington todavía más. Siendo novelas muy diferentes esta nueva entrega de Fresán sigue la brecha que Historia argentina (Anagrama, 1991) inauguró y que Mantra (Mondadori, 2001) ha canonizado en su trayectoria: adiós a las armas de los géneros, bienvenidas las estructuras múltiples, las lecturas cruzadas de muchas tramas, las cosas sucediéndose veloz, muy velozmente, las referencias a la cultura posmoderna, analogías culturales imposibles, la acumulación de personajes y de historias que pueblan la mente del lector como los fantasmas la mente de los niños. Tenemos al mismo Fresán, a Dios gracias, pero está novela es muy distinta. Porque explora el territorio prohibido del pasado (“El pasado es un juguete peligroso.”), el peso de la memoria, el lugar en el que los sueños se hacen realidad: la infancia “como territorio ingrávido y fuera de toda ley, la firme voluntad de detener el tiempo negándose a crecer, el verbo jugar en todas sus conjugaciones posibles.” Fresán escribe sobre la infancia para zafarse de la infancia. El autor de Mantra ha escrito un enorme calidoscopio de colores, donde la imaginación es la reina soberana, una novela sobre Neverland, sobre la vida y las obras de James Matthew Barrie, el célebre creador de Peter Pan, sobre la Inglaterra victoriana. Todo narrado desde la voz de Peter Hook, escritor infantil que secuestra a un niño al que le cuenta la historia de JimYang, aderezada con reflexiones sobre los años sesenta, especialmente la música. Dos planos temporales. El pasado que cuenta la historia poderosa de Barrie y el presente de una no menos poderosa voz narrativa que reflexiona sobre cuestiones musicales, filosóficas y literarias. Estas últimas tienen una consistencia excepcional, a pesar de estar ancladas en el territorio de la pura ficción: “Los dioses son huéspedes huidizos de la literatura, la atraviesan con la estela de sus nombres. Pero, con frecuencia, también la abandonan. Cada vez que el escritor apunta una palabra debe reconquistarlos.”
Para acabar el juego los niños pueden romper a llorar porque las reglas ya no son lo que pensaban. Al terminar la lectura de Jardines de Kensington uno puede tener la impresión de que ha leído una narración sobre el mundo idílico de la infancia, los recuerdos y el pasado. Pero aquí las reglas también se han roto, todo hecho pedazos, como la sonrisa de Peter Pan, para comprobar que regresar a la infancia no es sino habitar la propia muerte.