Como algunos de los mejores escritores que en la mundo han sido, Reinaldo Arenas (Holguín, Cuba, 1943-Nueva York, 1990) es la imagen cabal de un escritor perdedor, un narrador que se cuenta a sí mismo hasta la extenuación en un texto emblemático como es Antes que anochezca, pero que siempre se descubre desplazado. La imagen de “un cangrejo en la luna” –palabras del propio Arenas- tal vez pueda dar cuenta de las sensaciones que vivió en muchos momentos de su existencia. No pudo llegar a ser ni escritor maldito, aunque sus libros fueran perseguidos impunemente.
Este “documento” (p.123), “crónica o historia verdadera” (p. 148) que lleva por título El portero es un texto poco conocido, pero en verdad único, de una fuerza narrativa poco usual y, ante todo, devastador. Entienda como quiera el lector las dos partes claramente diferenciadas que Arenas ha dibujado con perfección: la primera, en la que los protagonistas son los inquilinos de un rascacielos de Manhattan, la segunda, superior en todos los sentidos, en la que el portero asiste a los extraordinarios discursos de los animales que pueblan el edificio. Una tortuga afirma solemnemente que “vivir para el odio es vivir al servicio de nuestro enemigo. Tener un enemigo es ser ya sólo la mitad de nosotros mismos, la otra parte la ocupa siempre el enemigo.”
En un guiño continuo al lector que se mantiene a lo largo de toda la novela, el narrador muestra su perplejidad porque “no sabemos a ciencia cierta qué estilo emplear para hacer esta historia más verosímil sin por ello afectar la parte en apariencia fantástica que la misma conlleva… ¿Por qué, pues, no solicitar el concurso de un Guillermo Cabrera Infante, de un Heberto Padilla, de un Severo Sarduy o de un Reinaldo Arenas, personas más aptas para estas tareas?” Ello no sólo afecta a lo que podemos llamar el estatuto de esta ficción, sino a la propia verosimilitud del texto: la perspicacia de Arenas provoca en el lector un efecto de perplejidad al no saber a ciencia cierta qué cosa está leyendo. Y lo que es mejor: no logra escapar a la idea de saber o no saber si el portero se ha vuelto loco porque asiste a unas reuniones que lo animales perpetran para derruir el poder de los hombres o si somos nosotros los que avanzamos hacia la locura al creer un discurso imposible donde un mono es capaz de afirmar como si de un filósofo se tratara que “no hay por qué pagar con una pronta muerte un efímero goce. Todo lo contrario, el goce se ha de prolongar espantando a la muerte…” Como en un juego de espejos las identidades se confunden en una texto desolador y cómico y por ello se afirma que “nuestra verdadera identidad es un disfraz incesante, una broma infinita. Lo solemne es la tumba.”
El portero exhibe un escritor comprometido hasta el tuétano consigo mismo. Arenas no fue un animal político, o no lo fue sino sabiéndose un homo ludens. Su literatura supo que “hasta nuestras penas se mueven en una lengua extranjera.” Y esa lengua tiene un nombre preciso. Es un acto de venganza que Arenas sólo comprendió bajo la estela firme de la risa.