El arquetipo del dictador tentacular ha estimulado la imaginación de América Latina. Muerte de nadie de Arturo Arango (Manzanillo, Cuba, 1955) viene a sumarse a textos tan emblemáticos como Yo, el Supremo, El otoño del patriarca, El Señor Presidente o Recurso del método. Son textos construidos en un espacio narrativo donde se entrecruzan el mito, la historia, la ideología y la política.
En una suerte de universo barroco donde la crudeza y la delicadeza, el apocalipsis y la resurrección, la miseria y la riqueza, lo artificial y lo natural, la mentira y la verdad se despliegan a sus anchas, Muerte de nadie multiplica las posibilidades de la representación narrativa de la figura del dictador. Arango consigue enfrentarse a un delirio verbal y plasmarlo en la totalidad del texto acumulando de manera alternativa la voz que narra la historia en la isla ficticia de Calicito -y que trata de averiguar quién mató a Josué, “el Delegado”-, y la voz de Telegón Cedeño –obligado a aclarar la muerte del dictador y que encadena reflexiones de todo tipo haciendo que la novela vire sobre sí misma, y convirtiendo sus palabras en compilación y memoria de lo ocurrido que hubiéramos deseado más extensas.
Novela de lecturas múltiples Muerte de nadie es un texto ondeante que permite ser leído como una novela policíaca (¿Quién es el asesino?), como una novela filosófica (¿Cuál es la verdad?) o como una novela verosímil (¿Cómo sucedieron los hechos?). Es destacable el esfuerzo por construir un estilo y un tono bíblicos: “El dominio, el control de las palabras, impone la necesidad de los símbolos. La Historia toma el valor de las Escrituras y todas las acciones, todas la denominaciones, tienen que estar poseídas por un sentido trascendente: Josué, Oseas, Telegón… Así también ha sido impuesta su voluntad, ejercido su poder.” Arango exhibe, en definitiva, un texto más que solvente de un país imaginario, ¿sí?, que bajo el peso vivo del dictador muerto busca la identidad perdida.