Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) es una literatura digresiva. Queriendo escribir libros distintos, existe para escribir siempre infinitas variaciones sobre un mismo texto que avanza merced a lo que él ha llamado “la digresión de la acción”, es decir, la preocupación por el estilo que en el lector provoca, les advierto, una suerte de viaje hiperbólico a ninguna parte de la mano de los fetiches-Fresán: Warhol, Davies y su Trilogía Deptford, Burgess, Cheever, Bellow, Kubrick en el espacio, It’s a Wonderful Life de Capra, Dylan cantando en su cerebro y todos metidos a mucha velocidad en una coctelera llamada Canciones Tristes, espacio mítico al que retorna una y otra vez, “una ciudad en coma. Inmóvil y en trance… Un pueblo que transpiraba santos”.
En Vidas de santos se trata de acometer “infinitas variaciones sobre un mismo milagro”, pero no me pregunten de qué milagro se trata porque ni lo sé ni me importa. Sólo les diré que en estos relatos que son novela, como en Mantra o en Jardines de Kensington el milagro de la literatura hecha carne habita entre nosotros, les diré que si se ponen cómodos, disfrutarán con los miles de laberintos que su cabeza deberá transitar y que se zarandeará vertiginosamente para musitar junto al narrador: “Mantengan siempre la historia en movimiento. Atrévanse a ser inmortales, arriésguense a saberse malditos.” Poco importa que este libro fuera escrito en 1993 y que ahora se publique en España porque en Fresan las “reincidencias y tramas suspendidas […] no conocen el consuelo de la tierra firme”. Todo es susceptible de ser incorporado a un nuevo libro, aquel libro que in illo tempore fue publicado y que hoy puede ser repetido gracias a la convincente reescritura que hace milagros.
Vidas de santos o la “crónica de cómo la materia de un hombre se dispone a convertirse en el fantasma del sonido” -imposible no pensar en Murakami- cuenta “la búsqueda segura y el imposible descubrimiento de cuál es el mejor modo de contar” una plegaria que es un exorcismo, un vía crucis, un experimento, una penitencia, el extásis en forma de film, la summa teológica de un milagro, un réquiem en el día del juicio final. Bienvenidos entonces al Apocalipsis narrado sin tremendismo, la literatura como un bucle para “legitimar lo improbable, certificar lo maravilloso, encontrar una trama verosímil en un caldo de personajes imposibles y fuera de este mundo”, la novela como música celestial que pondrá en marcha el punto final desde el que todo comienza. Las notas de agradecimientos que cierran sus textos leídas como el umbral que abre su literatura.
“Soy feliz porque creo en Dios como máquina narrativa infalible. Dios como alguien que no vacila en decir. «Dejad que los narradores se acerquen a mí». Dios existe y es un gran personaje.” Dejad que Fresán se acerque: Fresán existe y es un gran narrador.