Le pido cada vez más a una novela que me retuerza el débil pescuezo de mi inteligencia, que me deje sin aliento, que su lectura sea subyugante hasta el tuétano de mí mismo, que me obligue a reconsiderar los significados previsibles de las palabras y de las cosas. Que me enseñe un mundo conocido como si fuera la primera vez y si es la primera vez que leo un mundo así que me lo muestre como si fuera algo entrañablemente cercano, escrito sólo para mí. Le pido a la novela ambición, aunque fracase. Totalidad, aunque sea provinciana. “Llegar al alma de las cosas”, como afirma Kundera en El telón citando palabras de Flaubert. Detesto cada vez más conocer las opiniones del escritor de turno en la novela que estoy leyendo. No me importa saber si es bueno o malo, impasible o piadoso. Sólo me importa la moral de la novela, no la del novelista; la ética de sus personajes, no la de su creador. Pues no.
Entonces no entiendo por qué otra vez Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) recurre a un tópico que ya no dice nada. Un París mísero, pobre, hambriento como telón de fondo de un escritor latinoamericano que con su novela bajo el brazo da clases en una academia y friega platos con un norcoreano suicida llamado Jung. París como Itaca. Si les suena este argumento no les extrañe.
No he podido evitar durante la lectura de sus casi 400 páginas a dos fantasmas recurrentes de cualquier escuela de letras que se precie, ya lo sé, pero inevitables: sortear a toda costa la novela inverosímil y previsible. Aquí hay una evidente sucesión causal de acontecimientos, pero no hay historia. Hay que impedir que el lector se lea a sí mismo, que se adelante a la voz del narrador. Gamboa sabe escribir, pero a su escritura le falta convicción, el tono adolece de impostura: se le ve que quiere tener un estilo. Sobre todas las cosas el mandamiento reza: déle al lector la magia que él no tiene, haga que la lectura de su novela convierta su cotidianidad en algo inverosímil. Pues tampoco.