“Escribir es un oficio diabólico. Al menos escribir del modo en que me interesaba. Hay que sacar afuera la rabia y la locura, pero de un modo natural, que no parezca literatura. Todo tiene que parecer espontáneo… tenía muy claro que mi literatura nunca sería para agradar y entretener.” Sí, parece indiscutible que la escritura de Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, Cuba, 1950) no está hecha para esos lectores timoratos que buscan el consuelo de sí mismos en el espejo apacible de una novela bucólica. Eso lo pudimos comprobar con la exitosa Trilogía sucia de La Habana (1998) y después lo confirmamos con El rey de La Habana (1999), Animal tropical (2000), El insaciable hombre araña (2002) y, por último, con Carne de perro (2004).
A quienes gustan y conocen de la pasión de Gutiérrez por descubrir de la realidad cotidiana los aspectos más descarnados cuando no escatológicos no les sorprenderá aquí que nuestro autor pergeñe con lentitud la prehistoria de todos esos libros: El nido de la serpiente es, en realidad, el umbral que se debería traspasar para abrirse camino en el mundo narrativo de Gutiérrez. Ahora bien, en vano el narrador se esfuerza por completar una imagen de sí mismo distinta de la que el lector avezado ya guarda en su retina si ha leído los libros arriba citados. Nada nuevo bajo el sol, aunque encaremos una literatura expeditiva, poco edificante, nada permisiva con el hypocrite lecteur y atestada de todas las constelaciones que conforman su universo: una prosa desencantada, una sintaxis afilada y aderezada con la gramática viperina de la provocación sempiterna y una sobresaliente destreza para mostrarnos “locura, pánico, caos y vértigo.”
Gutiérrez ya había salido de su nido y ya nos había contado que “la vida que me apasionaba era territorio oculto y prohibido para los demás. Era mi vida secreta.” Por eso El nido de la serpiente es un libro tan espléndido como innecesario.