Novelas de formación como Jacob von Gunten de Walser, los Cuadernos de Malte de Rilke, el Törless de Musil, El gran Meaulness de Fournier y, en las letras latinoamericanas, La ciudad y los perros de Vargas Llosa parecen indicar que el terreno de la adolescencia no es siempre la atalaya apacible desde la que contemplar el mundo. Las más de las veces tampoco es el cumplimiento feliz de un deseo antiguo, sino la convicción individual de que todo podía haber sido distinto si aquella figura no hubiera dominado fatídicamente ese espacio virgen.
En Educar a los topos Guillermo Fadanelli (Ciudad de México, 1963) también construye una novela de formación en la que topamos de lleno con un mundo claustrofóbico, una educada, pero no edificante escuela militar a la que va a parar -por orden del padre- el hijo que será instruido para convertirse en un hombre. Expulsado del mundo familiar aprenderá nada en un recinto que no llega a convertirse en mítico ni en su recuerdo. La novela es contada a posteriori, cuando el padre ha muerto y cuando todavía está vivo el recuerdo de su madre, reciente fallecida. Un hondo sentimiento de pérdida recorre toda la novela. La vida es un pozo, sepulcro vivo que le ha convertido en un ser dolorido: “Siento angustiosos deseos de volver a poner las cosas en su lugar, pero es demasiado tarde porque sé que no lo haré, que las horas que han pasado después de cubrir el catafalco de tierra son ya intransitables, puentes caídos, túneles de topos sin salida.”
Esta nueva entrega de Fadanelli no tiene la contundencia de La otra cara de Rock Hudson ni de Compraré un rifle, aunque sigue mostrando aquí una endiablada habilidad para cincelar un universo corrosivo y lacerante. Pero esa destreza no crea aquí la profundidad suficiente que le hubiera bastado para extender su relato y dotarlo de tragedia nihilista que se le intuye.