Muchos años después frente a los libros de Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927) sus lectores habíamos de recordar aquella tarde remota en que leímos atónitos por vez primera las narraciones del “hijo del telegrafista” y de la mujer más bonita de Aracataca.
Nació a las 8.30 en olor de bananos y de guayabas una calurosa mañana del domingo 6 de marzo de 1927, mientras su querido abuelo Nicolás estaba en misa de ocho. Llegó a la vida medio muerto, ahogándose con el cordón umbilical al cuello, ratificando su claustrofobia innegociable que haría que muchos años después comprara casas con amplios ventanales. Criado en la casa de sus abuelos, no conoce a su madre hasta los tres años y a su padre, homeópata de vocación, hasta los siete y nueve meses. Él ha confesado en más de una ocasión que su recuerdo más vivo “no es el de las personas, sino el de la casa misma de Aracataca donde viví con mis abuelos. Todos los días despierto con la impresión, falsa o real, de que he soñado que estoy en esa casa.”
El pequeño Gabito era un dibujante contumaz y un lector ensimismado de Las mil y una noches. En ese libro “había un tipo que destapaba una botella y salía un genio de humo” y dijo: “¡Coño, esto es una maravilla!” Muchos años después quedaría literalmente conmocionado por otras obras: La metamorfosis de Kafka (“… de modo que esto se puede hacer en literatura; entonces esto sí me interesa, esto seré yo”), Edipo Rey de Sófocles (“una novela policíaca genial, pues en ella el detective descubre que él mismo es el asesino”) y Pedro Páramo de Juan Rulfo, un libro que le regaló su amigo Álvaro Mutis, quien le dijo: “Léase esa vaina, y no joda, para que aprenda cómo se escribe.” No se acostó hasta terminar la segunda lectura de los muertos en vida de Comala. Pero también se hechizó con Rabelais, Defoe, Camus, Hemingway, Faulkner, La señora Dalloway y el Ulises.
Abandonada una y otra vez la carrera de Derecho su padre le auguró: “comerás papel”, pero se sintió a salvo con sus amigos zumbones, los “mamadores de gallo”, con su pasión por el cine y con su novia de toda la vida, Mercedes Barcha Pardo, “el cocodrilo sagrado”. Empezaría una vorágine de ingentes trabajos periodísticos y de viajes iniciáticos a Roma, París, Londres, Caracas, Nueva York, México o Barcelona. Publica no sin dificultades La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961), Los funerales de Mamá Grande (1962), La mala hora (1966). Pero es con Cien años de soledad (1967) –que se iba a llamar La casa-, la novela torrencial y de estilo inconfundiblemente hiperbólico que era, en confesión de García Márquez, “un vallenato en versión novela”, que parte en dos la literatura en lengua castellana y su vida. Gestada desde la infancia fue escrita en la ‘Cueva de la Mafia’, su escritorio del barrio mexicano de San Angel Inn, durante catorce ininterrumpidos y febriles meses. La novela se propagó como pólvora. Incendió primero Argentina, después Latinoamérica, Europa y ya no hubo lector -ni lengua- que se le resistiera al tímido bigotudo de cabellos desordenados y de calcetines policromados.
Nos ha convocado a otras ficciones como el aedo convoca al pueblo en mitad de la plaza. Prueba de ello son Crónica de una muerte anunciada (1981), El otoño del patriarca (1982), El amor en los tiempos del cólera (1985) -primera novela que escribe a ordenador, dejando por fin sus legendarias reescrituras de cada página donde encontraba un error- o El general en su laberinto (1989), donde plasma su todavía hoy fascinación por el poder. Se suceden los premios y galardones, pero es en octubre de 1982 que le es concedido el premio Nobel de Literatura, que no recibió en frac, según marca el protocolo, sino en un caribeño liqui-liqui blanco.
Ahora que ingresamos en el 2007 García Márquez cumplirá 80 años, Cien años de soledad 40 y su Nobel 25. Albricias y gratitud eterna para los dioses. Sabemos que todo lo que ha escrito el mago de Aracataca es irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes de sus lectores estamos condenados a cien años de soledad descifrando sus ficciones, como Melquíades sus pergaminos.