Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) sorprendió a propios y extraños cuando el año pasado publicó Bonsái, una historia leve, minúscula y brevísima que parecía condensar todos los argumentos del arte minimalista que Mies van der Rohe: había formulado para el mundo artístico así: “Más es menos”. Zambra situaba esa nouvelle desde estos presupuestos: en las antípodas de Balzac, una economía de medios evidentes y una historia mínima, concretada en la férrea voluntad de obtener de la propia escritura un orden que la trama no tiene. A la postre, la intención es que la novela no signifique nada, o cuanto menos nada trascendente. Hay quien podría pensar que toda la obra de Juan Rulfo viene determinada por estos mismos presupuestos, pero en la obra del mexicano aparece la tensión trágica y la asfixiante densidad simbólica que no asoma en la de Zambra.
Se puede leer Bonsái como la antesala de La vida privada de los árboles o ésta como la segunda parte de aquélla. Si en Bonsái descubrimos a un narrador con talento en la escritura expeditiva, capaz de congelar la mueca del lector en cualquier momento, pero algo aleatoria y débil en cuanto al trabajo sobre las estructuras y los personajes, ahora nos las habemos con la misma escritura febril, igual de aleatoria, si se quiere, pero más consistente. En La vida privada de los árboles se narra con eficacia la historia de una pareja, Julián y Verónica, y de la hija, Daniela, que aquella tuvo con su primer marido. Julián le cuenta a Daniela la vida privada de los árboles hasta que regrese Verónica: “Cuando ella regrese la novela se acaba. Pero mientras no regrese el libro continúa.” Con guiños evidentes a la metaficción que recuerdan el cuento de Julio Cortázar Continuidad de los parques, Zambra juega a ser un escritor absolutamente moderno y lo consigue. Sabemos que con mejor o peor fortuna puede sostener sus ficciones sin salir de su habitación: queremos verle habitar una casa grande y espaciosa. Talento no le falta.