Formado en Rusia como ingeniero José Manuel Prieto (La Habana, 1962) concibe la literatura como un campo de fuerzas, la batalla medieval y apocalíptica entre él y tú, escritor y lector enfrentados cara a cara, sin más armas que la palabra punzante en un combate que engulle a ambos. Su literatura es el teatro donde el lenguaje, irreductiblemente, debe ser llevado al límite, donde la trama importa un carajo, donde se puede (y se debe) confundir al lector. La literatura, la obra, el libro como el laberinto donde sentirse a gusto y perderse hasta que concluya la lectura.
No hay cabida en esta novela para el lector hembra cortaziano y decimonónico que bucea y bucea ahogándose hasta encontrar el tesoro prometido: el motivo, el tema, la trama, el argumento que le descansará tras el esfuerzo denodado que este libro reclama del lector. Si hay un tema, el tiempo. Si hay un modelo, En busca del tiempo perdido, la Obra y el Libro y los comentarios interminables sobre el Libro: el reino prometido de la literatura posmoderna. Pero que nadie se vaya. No hay, es cierto, una lectura sosegada. Sí agotamiento porque Prieto no descansa hasta ganar al lector –y le gana, les aseguro- celebrando la utopía de un lenguaje que Roland Barthes reclamaba hasta la extenuación, un placer del texto que ha sido concebido como una fiesta del lenguaje. Adiós en este reino al lenguaje indulgente, bienvenidos al fantástico mundo de la frase que carece de verbos, a la oralidad hecha carne, a la novela que carece de historia porque la historia es la suma de microhistorias y esas son la que se narran, los vericuetos para contar un relato que está dicho en las primeras páginas.
En cada página, en cada frase asistimos a un coro locuaz, a la sorpresa mayúscula que la encrucijada de Rex propone: nada por aquí, nada por allá. Pero Prieto levanta la chistera y aparece la paloma blanca de una escritura febril, suntuosa, estimulante y cautivadora.