Es difícil saber si Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es un escritor de cuentos extraños, un novelista que escribe ensayos como en Efectos personales que parecen cuentos y que seducen ya desde la primera frase (“Para Italo Calvino la guerra empezó a los dieciséis años, cuando aprendía a andar en bicicleta”) o un traductor del alemán, que reconoce como lengua propia: “Como mi primer idioma leído y escrito fue el alemán, saber algo significa saberlo en extranjero.” Los aforismos de Lichtenberg que ha traducido han dejado una huella indeleble en su escritura. Pocos escritores están tan dotados como Villoro para la frase contundente, feliz y fulminante. Una frase sin retórica y preñada de ideas que hacen del lector un puro asombro que dice pronuncia una y otra vez “sí quiero”. Nótese la contundencia lírica y dialéctica de estas perlas incluidas en Los culpables: “Lo que sucede en tierra. La geometría del cielo”, “Los guías mienten: son peces ciegos” o “Los fantasmas se aparecen, los muertos nada más regresan”. El aforismo de Villoro recuerda a lo que Doctorow llama a propósito de los excesos de Melville en su Moby Dick “destellos en abanico o nacimientos de estrellas” que le servían al autor de Bartleby para sugerir “una multiplicidad de universos.”
Discípulo aventajado del taller de narrativa de Augusto Monterroso, Villoro nos entrega en Los culpables siete cuentos perfectamente trabados y en evidente in crescendo que dibujan el mapa personal de un escritor empeñado en proponer una literatura como vuelta de tuerca de casi todo. Pero antes que nada en estos siete culpables Villoro trata de detallar un país, México, y a los mexicanos y lo que los mexicanos piensan de los que no lo son y viceversa. Es el apocalipsis mexicano que aparece en un mariachi que sabe que su sexo, su “cuerpo tiene partes que no son platónicas”. Es el vuelo que conecta misteriosamente lo que sucede en la tierra con lo que se respira en el cielo: un ejecutivo lee en las alturas que su matrimonio es un fracaso, aterriza como puede en un mundo que ya no parece el suyo. Es el futbolista al que sólo le queda abandonar el campo tras dar un silbido inservible para que le pasen el balón. Es la vida interior de dos hermanos guionistas que saben que “¡sin culpa no hay historia!”. Es el viaje a Oaxaca y Yucatán de dos hombres, una mujer y una iguana. Es lo que ven desde los andamios los que limpian los cristales: el “orden suspendido” en la tela blanca de un pintor con un puntito rojo y que vista de cerca recuerda “el lunar de Rosalía”. Y es la verdadera vida de Samuel Katzenberg que quiere saber qué cosa es México, aunque intuye que “es un país mágico pero confuso” y que necesita la ayuda de un mexicano “para saber qué es horrible y qué es «buñuelesco».”
Villoro demuestra que la suya es una escritura a la que no le importa cuán tradicional debe ser el cuento. Sabe que la novela es el terreno propicio para el desahogo y sabe que el cuento es el origen perdido de un oralidad que debe ser narrada in media res. Es inútil disimularlo: Villoro erige un mundo con los restos de la historia y milagrosamente exacto nos lo devuelve convertido en puro arte.