Leer una novela de intriga supone aceptar las reglas de un juego predeterminado: la trama lo domina todo, cualquier gesto del escritor tiene en la historia una caja de resonancia donde los personajes -pero no el lector- pueden reposar. El que lee debe prestar atención a cualquier atisbo de sentido por alejado que esté de la historia. No hay descanso posible, debe, como indica José Carlos Somoza (La Habana, 1959) citando un verso del Purgatorio de Dante, aguzar “los ojos en la verdad.” Aquí lo que importa es hacer verosímil la verdad, aunque en palabras de uno de los personajes de esta novela “¡Leer la verdad es horrible…! ¡Me vuelve loco…!”
Escribir una novela de intriga supone llevar de la mano al lector hasta el final dejando desperdigados en el camino pedazos de esa oculta trama que al final cobrará sentido. El horizonte de expectativas de una novela de misterio es diáfano: el género impone las reglas y el pacto se debe cumplir. Creo haber cumplido mi parte, pero en esta nueva entrega de su universo literario Somoza, notable creador de historias vinculadas a lo policíaco y muy especialmente merecedor de un lugar destacado en el género con Clara y la penumbra, no ha sabido mantener el pulso que la novela le pedía. Es óptimo el inicio de la historia, la presentación de los personajes y de las piezas que la trama va a poner en juego. El ritmo inicial, cadencioso, acompaña al lector, pero el narrador no se entrega como debiera a una apuesta mayor a la hora de dibujar el perfil interior de los personajes. Los comentarios que intercala sobre el sentido de la historia o sobre la propia escritura quedan a menudo como islas geniales de un archipiélago que no encuentra su lugar en la historia. Con todo, no es ahí donde la novela se frustra. Si hay algo que el escritor sabe bien que debe cuidar en este tipo de novelas (y Somoza no es una excepción) es el final: en la resolución de la historia está el quid de la cuestión. La magia de lo contado no es suficiente para que al final se componga el puzzle que el lector, atónito, verá ante sí. Se debe arriesgar. Los personajes de La caja de marfil se han jugado la vida, algunos la han perdido, pero su creador sigue intacto, y es lícito, pero hubiéramos preferido que se hubiera manchado las manos con la sangre que se ha derramado.