La cuarta edición del consolidado premio Bruguera de Novela ha sido para Mario Catelli (Rosario, Argentina, 1957) escritor residente en Barcelona y, hasta ahora, de libros de literatura infantil y juvenil. El poeta y novelista José Caballero Bonald, en calidad de jurado único, ha concedido el premio a El heredero, primera novela de Catelli que llega al público adulto.
En una suerte de novela doble, de un estilo escueto y directo ambas, Catelli radiografía dos espacios que tienen mucho de real, aunque estén atravesados vigorosamente por el imperio de la ficción. Por una lado, los grotescos avatares de Marcos Parto -cuyo apellido revela ya el deseo constante de alcanzar el inicio a una nueva vida que nunca llega-, más un pícaro del siglo XXI que otra cosa y que deambula por la Barcelona de los años ochenta haciendo de todo y de nada, sobreviviendo a sí mismo y a los derrotados amores por Carla y Gemma; por otro, los flases –en cursiva- de la dictadura militar argentina que le retrotraen a un mundo de violencia descarnada y que completa la historia de un perdedor que busca en el pasado las huellas de un porvenir que nunca llega: “Tratar de conocer a alguien por su pasado es como quedarse horas y horas mirando un papel: de tanto insistir acaban viéndose cosas, cosas que no son como son, cosas que el tiempo dibuja una y otra vez mientras pasa.”
Uno de los aciertos de esta novela es esta constante alternancia entre una Barcelona pobre y desgarrada y una Argentina atribulada por la dictadura, aunque sin ánimos de ser una novela totalizadora ni para una ni para otra. Porque tanto las escenas por una Barcelona de perdedores como las de una Argentina vigilada por la esbirros del régimen y las secuelas que provocan en la gente de a pie no buscan la imagen clausurada de un tiempo a un lado y otro del Atlántico. Siendo más bien viñetas los acontecimientos que se relatan en Argentina, más largos los de Barcelona, es cierto que aquellos actúan como fogonazos que iluminan certeramente los pasajes de Marcos por esta Barcelona de inmigrantes del Raval y de prósperos ciudadanos de la parte alta de la ciudad.
Marcos es la efigie del que se queda, del que pierde porque vive en un tiempo que ya no le pertenece, un tiempo que no sabe ni puede trascender, un tiempo que no ha elegido. Marcos es el heredero de nada, un desheredado que no elige: “Ada se fue, siguió, y yo me quedé atrás, en el mundo de seguir, en el mundo a rastras, el de los cumpleaños y los copetines, el de los accidentes imprevisibles, el de los canapés ricos y los perros con jardín, las cosas son sin mí, son espacio aún sin mí. Ada no está más, ya lo veo. Ada está muerta, no pasa nada. No hay que pensar en eso.” Quedarse “en el mundo de seguir” supone aceptar que para Marcos “las cosas son sin” él y ése es el drama de toda la novela, ejemplificado en sus desencuentros amorosos con Carla y Gemma. Varado para siempre en un tiempo que ya no es el suyo, Marcos es un adulto eternamente adolescente, perdedor aquí y allá del tiempo presente o el mito de una Barcelona que no es la ciudad de las oportunidades y de sus fugas hacia el pasado o hacia una Argentina fondeada en un dolor imperecedero.