Cuando Juan Rulfo publicó Pedro Páramo en 1955 Bajo el volcán de Malcolm Lowry ya llevaba ocho años de vida. La historia de la literatura mexicana del siglo XX no olvida estas dos estaciones literarias de parada obligada, superadas las fronteras lingüísticas y eso tan dudoso de acotar y que lleva el nombre de ‘literaturas nacionales’. De la economía expresiva asentada en la contención de los murmullos de Pedro Páramo al despilfarro turbulento del sentido en oleadas encadenadas y sin fin de Bajo el volcán. Ambas novelas provocan un efecto de voces colectivas imaginarias que se cruzan en oropeles de realidad. O de cómo la ficción construye el sentido.
Si hay algún escritor que pueda acercarse a esos dos gigantes de la literatura del XX en el ensamblaje de voces cruzadas, de historias que cuentan la voz de uno o más fantasmas, vivos o muertos, si hay alguien que es capaz de jugar con la perspectiva narrativa creando un tono de aparente objetividad –falsa, claro está- en busca de una supuesta verdad colectiva, si hay alguien con una vida silenciosa y convertida en mito al instante como fueron las de Rulfo y Lowry, ese alguien es Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, México, 1928 – Madrid, 1983).
En Ibargüengoitia la búsqueda de lo mexicano lo lleva no tanto a un cuestionamiento crítico de la Historia cuanto a una imaginativa y constante reescritura de las historias que pueblan el país y, antes que nada, de cómo se cuentan esas historias. Y es aquí donde la Las muertas, publicada originalmente en 1977 y felizmente recuperada ahora, alcanza buena parte de sus logros. La materia prima que Ibargüengoitia quiso cuestionar fue la historia oficial de ‘las Poquianchis’: el sórdido caso verídico de las madrotas que, gracias a la repercusión que tuvo el caso en las crónicas de la prensa de la época, descubrió al mundo burdeles con prostitutas en régimen de esclavitud y algunas enterradas tras ser asesinadas. Uno puede pensar en Truman Capote y su A sangre fría, aunque aquí el propósito sea ocupar los huecos que la historia real tenía y rellenarlos con el discurso ficcional de un portentoso narrador que constantemente afirma “Podemos imaginar que…” o “Para describir esta incógnita hay varias versiones que apuntan a motivos que son como ramas que brotan de una misma raíz…” Ibargüengoitia lo consigue gracias a una certera recreación literaria del discurso periodístico y jurídico que provoca en el lector una suerte de asombro que no cesa.
Pero hay más. Porque en Las muertas Ibargüengoitia llevó a buen puerto la enseñanza de James Joyce y de William Faulkner: más decisiva que la historia que se cuenta es el modo en que se narra. Las idas y venidas en la historia de las hermanas Baladro, dueñas de los prostíbulos, se convierten en incesantes discontinuidades de una narración que huye como del diablo de la linealidad clásica haciendo que el lector se sienta también como el impasible narrador convertido en demiurgo organizador de una caleidoscópica narración. La novela privilegia múltiples discursos (los de las víctimas, los de los verdugos, los de los testigos, los de los policías) que consiguen cuestionar los primigenios de aquella historia oficial, el periodístico y el jurídico, para venir a decir que sólo la ficción consigue completar la realidad. Y de qué modo.