Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) ha hecho de la sobriedad un efecto de estilo con el que está edificando una de las más notables trayectorias literarias de la literatura latinoamericana. Ganador siempre en las distancias cortas su literatura está en las antípodas del realismo mágico y de todas las literaturas teñidas con la pócima del barroquismo más alambicado. De aquella decisión obtuvo una poética despojada y precisa que dio como resultado Ningún lugar sagrado, hasta el momento su mejor trabajo, un libro compuesto por relatos desconcertantes a la par que vertiginosos.
Ahora el autor de Caballeriza desafía la historia de Guatemala con El material humano que es, como reza la introducción, “una especie de microcaos cuya relación podría servir de coda para la singular danza macabra de nuestro último siglo.” Aléjense de la seductora idea de cotejar este libro con la historia real porque Rey Rosa deja muy claro que “aunque no lo parezca, aunque no quiera parecerlo, ésta es una obra de ficción’. Por si no fuera suficiente esta advertencia inicial Rey Rosa nos recuerda al concluir el libro y en nota final que “algunos personajes pidieron ser rebautizados.” Avalados por estos paratextos el libro parece proclamar la ambigüedad congénita a todo documento de cultura que se convierte aquí, como quería Walter Benjamin, en documento de barbarie.
“Como en una parábola de Kafka, para ingresar en el polvoriento laberinto que es el Archivo de La Isla, bastó con pedir permiso. Dentro, cuarto oscuro y húmedo tras cuarto oscuro y húmedo, todos llenos de papeles con su pátina de excrementos de ratas y murciélagos; y, pululando por ahí, más de un centenar de héroes anónimos, uniformados con gabachas, protegidos con mascarillas y guantes de látex –y vigilados por policías, por círculos concéntricos de policías, policías integrantes de las mismas fuerzas represivas cuyos crímenes los archivistas investigan.” Es el narrador el que así habla, el que va en busca de las miles de microhistorias kafkianas que pueblan el Archivo policial al que, de manera extraordinaria, tiene acceso. Es él el que quiere reconstruir la sanguinaria historia de un país desde el testimonio de Benedicto Tun, fundador del Gabinete de Identificación y alma mater del Archivo; él el que va en busca de los nombres que secuestraron a su madre; él el que va a construir un diario compuesto de cuatro libretas y cinco cuadernos que resulta ser el libro que tenemos entre manos; él, y no otro, el que nos cuenta su historia, tratando de aunar todos los puntos de vista posibles e imposibles. Está la historia, sí, lo posible que sucedió, pero Rey Rosa no cesa en su empeño de rastrear lo acontecido con las armas de la ficción, lo imposible capaz de proporcionar luz a tanta cruenta oscuridad: “… en el Archivo yo veía un lugar donde las historias de los muertos estaban en el aire como filamentos de un plasma extraño, un lugar donde podían entreverse «espectaculares máquinas de terror» como tramoyas que habían estado ocultas.”
En la trastienda de este libro una secreta y laberíntica sociología de la violencia, una historia natural de la destrucción que avanza a paso lento en un texto teñido por la sangre pertinaz de los que se transfiguraron en fichas policiales, abatido material humano.