Brillantísimo paisajista de un Habana perdida y encontrada sólo en el íntimo espacio de su recóndita memoria, Abilio Estévez (La Habana, 1954) sigue queriendo mostrar la identidad de una ciudad levantada a fuerza de palabras y amenazada por el mar del olvido.
Su vocación literaria es, en realidad, una aplastante capacidad para fotografiar escenarios teñidos de una nostalgia deseada y deseante. La linterna mágica que alumbra su escritura ilumina una y otra vez un intenso ceremonial de la memoria. La trilogía que le ha valido elogiosas críticas (Tuyo es el reino, Los palacios distantes y El navegante dormido) le permitió acotar un terreno en el que se movía como pez en el agua: identidad nacional crítica, fragmentos rotos de una ciudad lírica y descenso a los sótanos de la nostalgia.
El bailarín ruso de Montecarlo vuelve a mostrar a un autor para quien tener a la Isla en la memoria se convierte en la única perplejidad, el único asombro tras el que Estévez es capaz de sumergirse. Aunque la anécdota relate el viaje de Augusto Moreas, un experto conocedor en la obra de José Martí obsesionado por la lectura de las Memorias de ultratumba de François de Chateaubriand y la excusa propicie un recorrido por Francia y, sobre todo, por Barcelona, nadie se debe llevar a engaño. Esta novela sigue la estela de la trilogía: La Habana en el centro y el centro en La Habana, a sabiendas que “el tiempo no avanza, que el tiempo no existe si no hay ruta, viaje, desvío, cuadrante, bitácora, barcos y trenes. Y sueños, claro; sueños de barcos y trenes, sueños como el de huir, llegar, extraviarse sucumbir, y hasta naufragar.” Es así que el narrador cuenta las cosas que ahora ya no ve sino desde el recuerdo marchito de un memoria que se combina con un presente desconcertante y alentado por un ‘no me olvides’ que parece teñir toda su existencia.
Una vez más en Estévez el don preclaro de un texto que siempre está amenazado por la tragedia íntima de un secreto: el viaje de Moreas es de vuelta. Porque salir de Cuba sólo le proporciona más y más recuerdos. Como a Estévez que ahíto de nostalgia escribe una novela que no supera a la trilogía, pero que le confirma como el aedo de un canto coral habanero que se repite y se repite y se repite.