El cadáver sobre el que construir toda la ficción es el de una bailarina asesinada y mutilada: Mayra Cabral de Melo. El detective es Edgar Mendieta, el Zurdo, que tiene que encontrar al culpable, sintiéndose emocionalmente cercano a la víctima. Los culpables, todo México: políticos corruptos, narcos infinitos, poderosos empresarios y miles de ciudadanos que ya dan por perdido el partido contra un país cercado por la droga y los muertos. La historia tiene todos los ingredientes para que el plato a cocinar sea apetitoso. Para el Zurdo sólo hay una consigna: “No pararemos hasta acabar con ese terrible flagelo de la humanidad.” No obstante, el suyo es un mundo de fronteras, que cruzará si con ello obtiene algún beneficio. Para Mendieta el contubernio, la convivencia con el lado oscuro es, a menudo, el precio que se tiene que pagar si se quiere resolver el crimen.
Élmer Mendoza (Culiacán, México, 1949) vuelve a entregarnos una novela protagonizada por el detective Mendieta como ya hizo con Balas de plata. Vuelve a ficcionalizar el terreno conocido de Sinaloa y vuelve a detallar el mapa imposible de la ficción con la mano certera de una escritura avalada por el peso terruño del habla popular y de la jerga malsonante y corrupta de los narcos. Inegable que esta novela vuelve también a dejar atónito al lector porque consigue atolondrarlo con cientos de pistas y fugas argumentales que están bien encajadas en el andamiaje total de la novela. Nada se pierde gracias a unos diálogos intensos que pululan por la ficción como historias cruzadas de una guerra perdida. Aunque el Zurdo Mendieta sólo se representa a sí mismo (imposible aceptar a un policía que se pasa de la raya), la suya es la lucha sin cuartel por un país donde prive la justicia.
Pero más allá de la lectura mexicana de esta novela se hecha de menos que Mendoza busque dar un paso más allá. Puestos a violentarlo todo, hacerlo también más allá de esa lectura mexicana. Violentar también la escritura hasta alcanzar no ya un lenguaje que emula fidedignamente el del mundo del hampa (algo que, por otro lado, ya había alcanzado con Balas de plata), sino traspasarlo para alcanzar otro lo más personal posible y, por tanto, más universal, como lo hizo Rulfo, Cabrera Infante, el Borges del Hombre en la esquina rosada o, en nuestros días, el inconfundible Sada. No basta con recrear el lenguaje porque entonces el narrador más que un ente de ficción se convierte en un etnógrafo, grabadora en ristre en busca de un estilo. Y porque la deseada estética del delito (un estilo capaz de contar lo violento) se convierte en el delito de la estética.